Jade May Hoey

1974-2004

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23.6.05

Verona

Desapareció de los lugares que solía frecuentar y la echo de menos como si alguna vez hubiese tenido para mí algún gesto extraordinario, pero en realidad nunca fue más que una firma seguida de un sello aclaratorio, bendita firma, mucha curva, mucho ir al frente, bendito sector transferencias de la unidad ejecutura central, y una voz de esas que a la patagonia sólo llegan por teléfono. Quiero decir: una voz incómoda para el oído, como de nariz fruncida. Claro que allí es Buenos Aires y la sola condición de padecer el hacinamiento en una oficina (ella le llamaba box) de la calle Paseo Colón lo convierte a uno sin solución de continuidad en una especie de anteúltimo de los mohícanos. Hay la dicción enredada y una tonada que en la que yo no alcanzo a reconocerme. ¿Habrá algún resto del abuelo alemán? ¿del quechua? ¿Heredé algún giro acordobesado de papá o asantiagueñado de mamá? Sólo sé que no distinguiría mi voz entre varias si no es que antes me resulta familiar eso que estoy diciendo allá y a la vez acá. Pero nada de eso le importa a ella que ha de ser aporteñada hasta para mirarse al espejo, que porta un doble apellido -italiano y armenio- y un nombre poco usual para estas latitudes: Verona. Acaso te llamaras simplemente Verona. Nunca se lo hubiera dicho pero yo soy precisamente uno de esos seres abominables que se enamoran de los nombres. Papá me lo ha inculcado así: sos Jorge igual que tu abuelo, estás obligado a ser inteligente, aunque tenés el pelo lacio y finito, así que no te hagas ilusiones con salir de pobre. No hay derecho a decirle eso a un borrego de seis años. Qué más da. ¿Cómo escapar al compromiso familiar de ser un hombre inteligente? Llegado el caso, ¿cómo demostrarlo? Tendré que presentar una tesis y exponerla? ¿O bastará que canalice algún excedente financiero en la mesa de ruleta y, martingala mediante, me quede con todo y la crupier?. Pero a Verona no le interesan estas cosas. Empecé a sospechar que era menudita cuando me contó el supremo esfuerzo que tenía que para embalar la documentación. Sí, las cosas menudas son las que se extavían en las mudanzas y no me queda demasiado claro si es que no es precisamente ése el objetivo que uno persigue cada vez que se muda. De golpe y porrazo los nuevos ambientes resultan luminosos y hasta sobra lugar en apariencias, casi que hasta es un placer sacar todo de las cajas y elegirle el sitio que le resulte más propicio a ese futuro que veníamos planeando y que al fin ha dejado de estar sólo en los papeles. Pero falta algo, exactamente eso que que necesitamos, o creemos necesitar, y a un tiempo nos transformamos en seres alienados por la función searching y en ese fundamentalismo comenzamos por levantar la voz y terminamos pateando cajas y lloriqueando. Nada de lo perdido en una mudanza se recupera. Es en vano repetir una y mil veces el camino. Venimos del pasado y no hay modo de volver a él. Alguien ha remplazado a Verona. Su nombre se ha quedado en los memorándums y su voz en el breve compartimento de mi memoria auditiva. No sé si es definitivo ni me atrevo a averiguarlo. Ya se harán viejos estos papeles y no me acordaré de nada.

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