Jade May Hoey

1974-2004

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7.6.05

La lucidez

Ante vuestro gesto de sorpresa se me hace que ya es hora de que les diga quién soy en realidad. No se asusten, soy el miedo. Y si he venido por ustedes es tan sólo porque no me han llamado. No hay razón para palidecer de esa forma, mis queridos amigos. De cualquier modo no pensarán que yo me conformaría con un rubor como soborno. Si así fuera es que no han entendido nada. A este paraje sólo se viene a vivir el espanto. ¿Cómo podría entenderse de otra forma esta agonía? ¿O pretenden que tenga que expresarme con malas artes? Eso también me gusta y no tengo excusas para negarlo. ¿A qué podría temerle yo? No le hago asco a nada. Pueden jurarlo por su madre, si es eso lo que les place. Es bueno que sepan mi última tropelía. ¿Han oído hablar de la agonía de los relojes? Pues bien, no hay tal. Los relojes suelen morirse sin más. El día que dejan de señalar la hora lo hacen para siempre. O mejor Su epitafio lo escriben con el último latido. Una hora y ninguna otra, de un día, no importa cuál. Esta vez me pretendí artista. Mi víctima es un tal Osvaldo. Por si acaso la posteridad guardase alguna memoria de mí, he querido quedarme con el recuerdo de este cuadro. Este buen hombre ha corrido detrás de todos los trenes tan sólo por ser puntual. Ha llegado al extremo de despreciar la disculpa de un buen amigo que le quitó media tarde con un proyecto inútil. Se ha quejado tanto de que el tiempo no le alcanza, que he querido acercarme a él con un obsequio. Le regalo la agonía de sus relojes. Cinco minutos menos para el día de hoy, diez para el de mañana y así, hasta llegar a la completa detención del tiempo. Lo demás será el espanto de saber que es mentira que mueren los relojes, que es falso que es sólo un espejismo la sensación de ver las manecillas clavadas en un momento. Hola, amigos, soy la muerte. La casa invita, el placer es todo mío.

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