Jade May Hoey

1974-2004

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4.6.05

Calle Alberdi

A todos los pibes de Trelew les está vedada la felicidad, salvo a los que viven en los barrios marginales, pegados al monte; al resto sólo les queda la calle Alberdi, una cortada echada al olvido por los coches, mitad por ser cortada, mitad porque nadie sabe cuál es la mano y cuál la contramano.
Algo del espíritu del prócer reside en los vecinos de esa calle, todos ellos entregados a la función intelectual y al culto por la mujer ajena.
Ya lo dije más de una vez: la actividad intelectual en mi pueblo es prácticamente nula. De la mayoría de la población puede decirse que es instruida, con lo cual Trelew difícilmente algún día esté orgullosa de alguno de sus hijos, salvo alguna excepción que ha de buscarse en el boxeo o en el automovilismo. Somos brutos, debo admitirlo. Como muestra vaya un botonazo: nuestro jefe comunal tiene enormes dificultades para hablar de corrido.
De lo expuesto se desprenden una certeza y una conjetura, a saber: [1] yo pasé muchas horas felices en la calle Alberdi; [2] ya nadie vive en la calle Alberdi.
Podría decir mucho respecto del punto [1], pero, por esta vez, sólo diré que dediqué una vasta parte de la primera parte de mi obra a emular a Bataille. Quiero decir: me pretendía ensayista, pero mi limitada inspiración me condenaba a escribir sólo relatos pornográficos de elevado tenor graso. En alguna mudanza incordiosa, la ley del universo me obligó a separarme de aquellos despropósitos manuscritos. Y también de la culpable de todos ellos: una morocha menudita que, del otro lado de la calle, abría de par en par su ventana para abocarse a los quehaceres domésticos en tetas, como corresponde.
No me pretendo supersticioso, ni mucho menos, pero puedo asegurar que cada vez que me senté a mi escritorio con el solo deseo de mirarla, ella no apareció. En cambio siempre fue suficiente una idea lastimera que me ha nacido en el baño para trepar de tres en tres los escalones, calzarme los lentes y manchar el blanco de papel con mis garabatos. Ella siempre estuvo del otro lado, dueña de sí, desentendida, a la espera de que yo levantase la vista.
A poco que la redacción se empantanase, yo desplegaba la mesita portátil en el patio y me cebaba unos mates, no sin antes echar al monarca, Rolando, el gato de mis vecinos. Ya les hablaré de él. Antes mejor recordar a sus amos.
Se trataba de uno de esos matrimonios jóvenes que nunca llegan a buen puerto. Yo no sé a quién se le ha ocurrido hacer ley que la confluencia en el lecho es garantía de una relación feliz. Ella tendría unos treinta años, pero él se había quedado en los dieciséis. Puntuales, a las seis de la tarde, desembarcaban sus amigotes. No es que yo sea precisamente un muchacho indiscreto; es que la medianera es muy estrecha y me cuesta mucho no saber qué es lo que pasa del otro lado. Que vengan y se tomen unos mates, me parece una costumbre exquisita. Si hay algo que muestra con luz cenital la decadencia del ser humano, eso es la falta de conversación. Ya nadie charla de nada y no es que falte materia opinable; el buen conversador sólo requiere del tiempo, los tópicos vienen solos apenas se dan cuenta que hay un par de tipos mirándose la cara en absoluto silencio.
Estos muchachos sólo podían hablar con propiedad de las llantas nuevas del auto.
La mina sí que era una delicia. Cada tanto me llamaba desesperada porque se le había trabado la llave en la puerta. Esas cosas que se solucionan apelando a la mudanza, cambiando la puerta o la cerradura, o en última instancia la llave. Sin embargo en secreto siempre albergué la fantasía de que ella me llamaba para contemplar la inacabada cópula entre llave y cerradura.
Desde luego mi condición de vecino servicial se verá ampliamente recompensada. Recuerdo que mañana, a eso de las seis de la tarde, cuando yo ponga el disco de Jacob Dylan ella bailará frente a mi ventana como si yo la estuviese mirando, qué remedio, si de un tiempo a esta parte casi no hago otra cosa que mirar por la ventana.
El departamento de estos infelices guarda una simetría siamesa con el mío, de modo que también tiene una escalera con escalones filosos. Hace unas pocas noches, yo daba vueltas y vueltas en la cama con tal de hacer algo parecido a dormir y no podía. Es curioso que uno pueda ponerse en posición de pensar, y piense, y que en cambio a pesar de recrear toda la escena respecto del acto de dormir, sólo consiga odiar a la luz del farol que se mete donde no le mandan. Lo aproximadamente cierto es que yo estaba completando los formularios para un sueño feliz cuando a pocos metros de mí escuché un ruido horroroso. De inmediato lo asocié a los escalones filosos y a un golpe que me dí en una noche que había bebido demasiado. Una mínima falla en el cálculo y fui detenido en la caída por la cocina que por toda solidaridad abrió la puerta del horno, como si se riera del percance. Quise abollarla de una patada pero los escalones me habían apuñalado salvajemente a la altura de los costillares. Me quedé a dormir ahí. Pero esta vez en el medio de la rodada oí la voz de ella. Decía silencio. Para ser más preciso quería guardar silencio. A un esposo golpeador nada lo irrita más que el lloriqueo de la mujer que no se la banca y ella hacía lo que podía por masticar las lágrimas pero algo dijo.
Maldije una y otra vez la mala ocurrencia de mi vecino de ponerse a jugar a estas horas. Mañana tal vez fuera un día atareado, pero en el caso de no serlo, qué derecho tenía él a demorar mi sueños. Acaso sospecharía que esa noche también bailaría con ella la canción de Jacob. Puedo jurar que fue cosa de pensarlo y hacerlo: al cabo de una ristra de segundos siderales bailábamos al borde de un abismo. Cuando me acerqué un poco para ver mejor el fondo, comprobé que estaba el marido adolescente y sus amigos y volví a despertarme. Esta vez fue un gemido. Es ella que llega.
Ni el hijo de Bob me salvó de un domingo de los mil demonios. Es que basta que uno se despierte dos veces en la noche para que tome cuerpo la sensación de que lleva años sin dormir.
En eso lo vi pasar a Rolando y pretendí descargar mi furia sobre él, o mi envidia, que es casi lo mismo. Podría quemarse este lugar y él seguiría como si tal. Es en vano encariñarse con un gato, ellos no viven sino fuera del tiempo, en otra dimensión.
Cuando se aprestaba a cruzar al patio de sus dueños, me colgué de su cola. Entre mis dedos sentí como le juntaba todas las vértebras en una sola hasta que pudo zafarse y caí redondo a la eternidad. Fue ahí cuando escribí un soneto que otro publicó. Es ese que dice: no vuelvas a rodar por la escalera cuando no haya un tarado que medie entre tu alma y los gemidos. Pero el día ya estaba echado a perder. La eternidad es un poco así: viste cuando te pasas un poco en la cantidad de yerba que le ponés al mate. Es de locos, le sacás un poco y tiene cada vez más.

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