Jade May Hoey

1974-2004

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16.5.05

Curso de agua

[ uno ]


-¿Qué somos?
-Arroyos.
-¿Qué somos?
-Arroyos.
-¿Qué somos?
-Arroyos!


[ dos ]


Para ser el saludo entre un recién llegado a las arenas de la docencia y sus alumnos no está nada mal, aunque ellos son víctimas de un engaño un poco tonto. Despertarán de él a poco de finalizado este curso y todavía estarán a tiempo de dar los virajes bruscos que pudieren hacer falta. Yo no me sentiré culpable por ello. En todo caso, durante los años que vengan me veré en la obligación de adentrar a otro grupo de muchachos en los tembladerales del pensamiento. No faltará alguno que reproche el saludo ardidoso. Quizá me limite a decir que nosotros buscamos preguntas; de respuestas baladíes está empedrado el camino a los infiernos.
Pero dar clases es enfrentarse a una inecuación. Ellos responderán a la provocación como yo se los pido, pero siempre late la chance de una rebelión. Esa chance es el nudo en mi pañuelo, la estratagema para mantenerme en vigilia.

[ tres ]


Lo que digo es que, en tanto arroyos, todos somos formas extremadamente dúctiles para soportar dificultades, que está en nuestro seno la vocación de recibir afluentes y llegado el caso serlo.
Lo que callo es que venimos profugados del cielo. La única fe que nos es dado profesar es la de la huida. Buscar lo hondo y sin embargo no detenerse: he ahí un par de claves.


[ cuatro ]


Por una vez voy a estar de acuerdo con Deleuze, o quizá sea mejor decir que entendí y me gusto un párrafo de Deleuze. Dar clase, decía, es como dar un concierto de rock. De inmediato me acordé de las bandas más que elementales que conocí en mi adolescencia. No sabían lo que era una nota musical. Por un lado, en papel cuadriculado sólo unas anotaciones en números, referidas a la música, y por otro, el lado fuerte, unas letras sin demasiado vuelo poético pero con la ferocidad de los perros chúcaros.
No se trataba de ensayar las canciones sino de aprenderlas.
La intensidad de la ceremonia convocaba a la brevedad. No era gran cosa el repertorio pero el temblor de las rodillas informaba la presencia de un abismo entre lo que hubo de vida y lo que habrá, la imposibilidad de repetir ese instante.
¿Entonces quién celebra a quién?


[ cinco ]


No siempre ha sido así. Mi primera vez no fue por un sueldo sino por hacerle un favor a mis antiguas profesoras. Una charlita, para los chicos del último año, cóntales cómo es la universidad, qué me podía costar. Las quince cuadras que median entre la escuela y mi casa bastaron para llenarme de preocupaciones.
En qué tono hablarles.
Mirando el país que hay y tratando de buscar algún detalle que sea digno de los futuros libros de historia, el ayer y el hoy comparten el inocultable deseo del advenimiento de un mesías. Eso mismo se predica en las escuelas, no ya en los contenidos que mejor deberían llamarse vacíos, sino en la práctica cotidiana, en la canilla libre para la modorra que el profesorado se encarga fomentar.
Entonces me paré ante nadie en particular, un nadie de 17 años, y lo único que supe decirle es que el mejor ocaso es el que nos toma caminando hacia el poniente, apretados los dientes, tensa la yugular.
Van los doctos y los legos, van los artistas y los cipayos, todos detrás de algo, no delante.

[ seis ]


Y al pie del faro que declina derrame su víscera el traidor.

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