Jade May Hoey

1974-2004

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13.2.05

La sana costumbre

A Patricia
por la
sana costumbre


Uno de mis amigos del alma suele decir, o me ha dicho alguna vez, que somos afortunados de no tener lo que nos merecemos, lo que quiere decir que aún con los sobresaltos que nos da la vida (que al igual que la felicidad es un mancarrón que corcovea) somos bendecidos por caricias que nos toman desprevenidos.
Para alguien que escribe (bien, mal, regular) no hay mejor obsequio que un lector. Consecuente, agudo, tolerante; exigente, saltimbanqui, esteta; exagerado, novicio, amigo, sobre todas las cosas, amigo con todas las letras.
Una niña en Londres que quiere conservar el idioma y otra en Trelew que aprende a leer y muchas veces no entiende. Una habitante de un idioma extraño que exprime su diccionario, una recién llegado a una poética que jamás acaba de nacer. Una que hace un alto en la investigación de su ciencia y se siente interpelada; uno que deja a un costado los memorándums y se sorprende. Uno que está cansado de la literatura y descubre que puede haber otras formas de ser un menesteroso, una que jamás se cansará de la biblioteca y rastrea genealogías y con-fluencias. Todos son uno, sin rostro, que espera la novedad, la glosa, el salto que quizá éste que escribe nunca dé.
Yo no sé cómo nací, ni qué colores habrá tenido ese día ni conservo el registro de los clamores de mi madre primeriza. No recuerdo para qué agarre el lápiz la primera vez ni cuál fue el impulso que me empujó a contar historias en público, a predicar doctrinas que tomé prestadas, a dejar a un costado temores y obligaciones y publicarme sin línea editorial, sin filtros, sin maduración y sin red. Sólo sé que no siento haber llegado a ninguna parte: siempre estuve aquí. Gracias por eso.

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