Jade May Hoey

1974-2004

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28.2.05

ante el umbral

Si yo creyera en que el destino de las personas viene determinado en buena medida por los genes, me encontraría en una disyuntiva desalentadora. Por parte de padre yo debería ser como esos gringos que le dan siempre para adelante y que consiguen sus objetivos por demolición de cualquier obstáculo que se ponga delante. Por parte de madre, agacharía siempre la cabeza y aceptaría lo que me toca, con la sabia resignación de quien se sabe un convidado de piedra a estas arenas. Mi padre me enseñó a construir con las sobras de otros pero, al mismo tiempo, a escaparle a su misericordia. En mi madre encontré que no es tan malo (e incluso puede llegar a tener gran rédito) eso de esperar que otros se ocupen de nuestra penuria. Ambas posibilidades conviven dentro de mí y las veo a diario, como quien al intentar verse, contempla las dos alas de su nariz y con algún trabajo se acostumbra a la idea de que esas contradicciones habitan en sus fronteras con esforzada apacibilidad. Más adelante, con la ayuda de un espejo (si es que alguna fe puede depositarse en ellos), la noticia es que hay más, mucho más que de lo que los ojos pueden ver. Yo mismo me enterado por la impertinencia de mi espejo que soy corto de vista y, para empeorar las cosas, con manifiesta asimetría lo que implica, en otro orden de cosas, que respecto de la contradicción genética que informé en primer término, ya he tomado partido y quizá sin consentirlo.
Y los nombres ahí, en el documento, en mi carné de la biblioteca, en las intimaciones que recibo, los nombres como una huella que han dejado, a modo de símbolo, esos dos modos de vivir que antes señalaba, sus expectativas con la vista puesta en pasado mañana, sus compromiso con el pasado, que también es decir con un modo de vivir que es así desde mucho antes que yo tuviera posibilidad de ejercer alguna opción. Esos nombres que nacen oxidados ya de tanto adosarle a la ilusión las forma de un diente que va cortando, de un delantal blanco, de una inocencia perdida y que al mismo tiempo el yo, en su carácter de beneficiario involuntario, debe acostumbrarse a usar en un principio, hasta hacer que parezca una mera consecuencia del ser y allá, transpuesto cierto umbral (que sospecho que es el preciso punto en que las sombras dejan de adelgazar para dar paso a su ambición desmedida) el hartazgo de ellos y la imposibilidad de volver atrás para corregirlos. Siempre, y ante cualquier contingencia, la misma solemnidad, como las dos alas de la nariz, como esta fragancia que destilo y a la que no termino de aceptar.

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