Jade May Hoey

1974-2004

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18.1.05

ocaso

Profundamente angustiada por la espera, socavada de impotencia y alterada por la hora, María José tomó la mano de su esposo, Isidro, que yacía en la cama desde hacía varios días y se retorcía de unos dolores tales que prefería sentirlos con los ojos cerrados, como si durmiese. Ella le habló. Le contó de sus plegarias, de sus compañeras de culto siempre tan atentas, secundándolas con esmero para no dejarla desfallecer. Habló también de las bellas palabras con que el pastor atendía sus clamores y con un dejo de culpa le reprochó que nunca se diera a la fe, que no hubiese claudicado en su postura inflexible, intolerante, casi militante, contra todas las formas de adoración a dios. Ya con gruesas lágrimas cayendo por sus mejillas le suplicó ese último esfuerzo, como si la última voluntad del condenado a muerte debiera ser satisfacer a sus deudos.
Isidro todo lo escuchaba, todo lo sentía, pero desde otro lado. Pocos, por no decir nadie, saben que la verdad sólo se conoce en esa antesala en la que él esperaba que lo atiendan. Por allí desfilan todas las imágenes que nuestra memoria siempre se mostró lánguida para retener, cada una de las personas que amamos y aquellos que no, los otros. El, que en su buena hora fue admirado por sus empleados, coronado por el prestigio que da ganar mucha plata y por derecha, se mantuvo juicioso hasta el final.
Con voz desconocida y con tono que a María José le resultaba familiar por sus lecturas, con firme parsimonia, con las últimas fuerzas, Isidro habló:
-Pobre de aquellos que osen despreciar la sabiduría de aquel que está ante la muerte.
Y por fin todas las voces callaron.

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