Jade May Hoey

1974-2004

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18.1.05

Empezarlo todo de nuevo significaría demasiadas nuevas cosas y aunque las delicias sean pocas, dejar de lado esas ceremonias de la noche a la mañana significarían un puñal en la espalda. Las más de las veces son sólo artificios, pequeños juegos mentales para pasar rápido el mal trago, ardides que de los que somos partícipes necesarios o cómplices por omisión.
En lugares en los que todo cerca escoger un empleo en el que hay que hacer 18 kilómetros cada mañana es una elección delicada. Quiero creer que antes habrá sido distinto. Ahora que somos los convidados de piedra de la modernidad no podemos permitirnos el lujo de despreciar ningún trabajo por insalubre que pudiere resultar.
Quizá alguien se ría de mí por atreverme a contarlo, pero viajar en colectivo se me ocurre ya tan familiar como remolonear en la cama o fumar mirando por la ventana. Pasarme más de una hora diaria en movimiento me ha condenado a eso y trato de tomarlo con naturalidad.
Ha habido buenos tiempos en que me caracterizaba por ser puntual. Entonces era bastante sencillo acomodarme a mis compañeros de pasaje y tratar de acercarme a los que me resultaran afines. Hoy las cosas no son como antes. Los relojes se han convertido en feroces enemigos de mi paz interior. A todas partes llego tarde convertido en un manojo de excusas que no se ponen de acuerdo entre sí.
Resignación es la palabra. Lo que toca, toca, y a otra cosa. Con decir que me pongo contento si mi compañero de asiento es lo suficientemente delgado como para que yo pueda respirar. El ambiente es la hostilidad misma. La ruta es recta y el chofer no le presta demasiada atención. El viento se cuela por las ventanillas abiertas de para en par, arrasa con la arquitectura de los peinados y las intentonas de conversación. Las cortinas no dan abasto con el sol del verano. No se puede leer. Quizá la única alternativa atendible sea dormir.
Pero el día de hoy quizá deje a un costado sus leyes y me depare un consuelo. Tonto. Como todos. La rubia amiga de Rubinho quiero, que se siente a mi lado. Lo tonto es que no podré decirle una palabra. Ella echará atrás sus rulos para no despeinarse demasiado y se entregará al sueño. En realidad primero echará un telefonazo a su casa y sabré que alguien la espera y eso me bastará para sentir envidia. Después en el sueño abrirá ligeramente la boca y yo quitaré los ojos de la novela que leo para detenerme en sus piernas. En la confianza de que duerme mi mirada remontará hasta sus hombros desnudos, las manos sujetando una cartera y un par de hojas sueltas, enrolladas, resabio de lo que ha sido esta mañana.
El paso del tiempo me ha hecho un pesimista romántico. Está claro que yo deberé bajarme primero y encerrado en este rincón no me quedará otra opción que despertarla y pucha qué es lindo verla dormir, entregarse a los ángeles del viento que le juegan una picardía y depositan sus papeles en mi falda.
La coartada es perfecta. Mi parada se acerca. Casi no acierto cuál sería el mejor modo de despertarla o, tratando de ser preciso, qué aprovecho a tocarle abusando de mi premura en bajar a la quietud de la calle. Entonces el roce estudiado es algo brusco, arruga un poco la cara. Desprecia mis disculpas. Como si me hubiera olvidado del detalle, avanzo un paso, retrocedo, le devuelvo sus papeles con una leve mención del incidente. Me doy vuelta y cuando apuro la marcha escucho en su meloso modo de decirme gracias el deseo de que pronto sea mañana y la historia se escriba de nuevo. Sin errores.

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