Jade May Hoey

1974-2004

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25.1.05

Algo me agobia sin remedio, algo y no sé bien a qué responde pero si de buscar blancos fáciles se trata soy un estudiante aventajado. Por qué siempre la veo de rojo. No puede ser cierto que alguien se vista de rojo, nadie lo resistiría, en todo caso, tontos como todos somos, sacaríamos el tema apenas se produjese un hueco en la conversación digamos durante el almuerzo. Pueden estar sabrosas las milanesas pero siempre hay al menos un intervalo en el que todos los comensales clavan el tenedor en una provincia tentadora y arremeten con fiereza el cuchillo para deslindarla y gatillar, pero no, en verdad hemos compartido almuerzos por docenas. El verano castiga a los contables, malditos hijos del rigor y del cierre del ejercicio y nos quedamos más allá del horario que dicta el reglamento a cambio de nada, ni el mísero reconocimiento que podría implicar una palmada en el hombro, la promesa de otro ventilador antes de que caiga febrero sobre nosotros. Nadie habla de ella en realidad y a mí no se me da bien sacar temas de conversación inéditos. Prefiero redecir los asuntos que alguien dijo mal. Algo me dice que piso sobre tierra firme cuando cabalgo tras la brecha que alguien abrió, si no ni abro la boca.
Para colmo rojo, justo rojo tenía que ser.
El rojo es un estigma incurable, una nueva patraña que me juegan los ojos, justo a mí, que he visto infames laceraciones en accidentes de tránsito pero que sería incapaz de ponerme o quitarme una lente de contacto por la fea impresión que me da. El rojo es provocador, poco serio, rebelde por propia rebeldía, en cambio ella de ningún modo puede ser así. Si en verdad fuera rebelde le daría por hablar en voz demasiado alta en colectivo, a todos los empleados que son nuevos les sucede eso. Se suben al colectivo y paf, descubren que todo es una aventura, sienten que su trabajo es lo mejor del mundo y no se lo ocultan a nadie. No tienen suficiente experiencia ni decencia. Yo diría más: no tienen dignidad. Nadie en su sano juicio puede entregarse a tales entusiasmos cuando ve que quien ya caminó esas callecitas yace derrumbado, comido por la herrumbre que dan las muchas veces que se han subido al colectivo.
Puedo estar equivocado. Me duele admitirlo. Es el tercer día en que no tengo la menor novedad de ella. Y el rojo tiñéndolo todo, empujándome de la sospecha a la certeza de que cada día mi vista es menos fiel que el anterior. Habrá que resignarse. Hay cosas que no suceden y no son más que ensoñaciones, recuerdos que rebotan contra las paredes craneanas y vuelven sobre sí, confundidos.

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