Jade May Hoey

1974-2004

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9.12.04

at this momento in Budapest

Antes me gustaba escuchar mi voz. Acaso en aquellos domingos mi voz denotaba la autoridad y la sapiencia que es dable pedirle al que se ha quemado las pestañas, por buena o mala razón, o que al menos ha tomado para sus decires los temblores de la edad. Es que antes de ser este que soy yo he sido obispo de una diócesis populosa con asiento en una de esas ciudades a las que bendice el progreso, capitales por mérito propio y no por convención de gobernantes ni señores feudales.
En aquel tiempo decir mi nombre era darle entidad sonora a la moral intervensionista que vino a patear la mesa servida de los que estaban antes. Tal vez por eso no debía causar extrañeza que tomara por mi tierra el último peñasco de tierra conquistada, ese que de cara al sol también mira el confín del planeta. Y yo, el tipo que alzaba la voz en el nombre de los usurpadores, guardaba la urbanidad que se les pide a los abanderados pero no en vano era representante de aquél interés de decretar la tradición entre gallo y medianoche.
Papá encendía la radio muy temprano y eso era como una orden de levantarse. Junto a mi madre oíamos mi homilía complaciente y tomábamos nuestras manos para pronunciar la primera oración. Después era el mate, mis juegos infantiles, la oreja que seguía pegada al parlante para estar al corriente de la novedad en el campeonato de fútbol, la pasión en comentar el derrotero de un equipo que perdía más de lo que ganaba pero sudaba la camiseta para arrancar de los nuestros el costado bravío, la inquina animal.
Pero a mí no me agradaba la complacencia de mis padres asintiendo lo que mi voz en otro cuerpo declamaba. Aun no había comulgado con la idea del perro que se muerde la cola y qué otra cosa puedo tomar como eternidad. Y en los tiempos que siguieron a aquél no fue menor mi perplejidad ante tamaño evento. Pocos, ciertamente muchos menos de los que lo merecen, pueden dar de lleno su miseria contra la evidencia: en otro punto, en este mismo momento, todos estamos haciendo otra cosa, probándonos escarpines en vez de zapatos o derrochando una condena que nunca se acaba en un asilo junto a otros abandonados, todo mientras yo escribo y vos lees.
Quizá debiera guardarme estos asuntos y decir que esta es nuestra mejor hora pero he preferido decir que ya hemos paladeado otras vidas, otros trajes, y que cargamos con la maldición de incurrir en los mismos errores por no conservar memoria de aquello. Todos. Todos menos los infortunados que han tenido ocasión de verse como me he visto yo, dando y oyendo misa, victimario y víctima, monarca y heredero.

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