Jade May Hoey

1974-2004

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8.11.04

la carta sincera y el manuscrito entenado

I


Abandonar la casa paterna lo llena a uno de historias. Sin ir más lejos, a falta de consejos y periódicos regaños, los papeles apilados en franco desorden desafían los cánones de la limpieza. Pero esta cultura de la culpa nos da el empujón y de tanto en tanto pegamos una limpieza superficial que fomenta el asombro de nuestras amistades y el previsible odio por las tareas de las amas de casa.
Lo malo del caso es que yo suelo detenerme en cada papel que estoy a punto de tirar y me ataca un poco de lástima. Tal vez siento que estoy asesinando un poco de mis días cada vez que me pongo en papel de juez y decido quién es digno de seguir conmigo hasta la próxima limpieza y quien ha de marcharse de inmediato junto con las botellas, los restos de yerba y los envoltorios de la comida que compro durante la primera quincena del mes, cuando todavía estoy dulce.

II


Ayer di con una revista en la que un tipo firmaba una nota referida a la degeneración que ha sufrido la carta, el deterioro de una institución tan noble como necesaria. Hablaba, claro, de la polución de las charlas por correo electrónico o por mensajeros instantáneos, del poco cuidado del lenguaje que se ejerce en esas formas de comunicación, de la reprensible impunidad que otorga la virtualidad y la consecuente desmesura que cobija el anonimato.
Quien se ufana de no decir con la boca lo que no puede firmarse con la mano -hablo de mi propio caso- no puede menos que escandalizarse por la generalización hueca. Mucho menos cuando el columnista convocaba el espíritu de Kafka para afirmar sin rubor que nadie puede decirle en la pera a nadie aquello que le dijo por e-mail.
No desconozco que la sinceridad y la delicadeza vayan dejando paso -en muchos casos- a otros valores menos prestigiados. Resulta notorio que la inmediatez de la comunicación le resta puntos al sano cuidado pero la comparación no resiste ni un ligero análisis.
Que una carta tardase meses en llegar imponía la obligación de componer algo digno de relectura, que dijera mucho más de lo propiamente escrito, y que probablemente en un manuscrito, por prolijo que fuese, se filtraban con suma claridad las inflexiones del hablante, los ornamentos, las dudas, su propio yo dubitativo intentando llegar al otro. Entonces la redacción de una carta podía demandar un par de días sin que eso ofusque a nadie, al contrario, mostrando la preocupación de llagar al otro con un golpe calculado, certero, digno. Tanto es así que el sujeto se acomodaba al medio y llevaba la carta que escribía al sitio más apropiado para que nadie lo distraiga. Hoy es al revés: escribimos desde el lugar de la obligación y lo hacemos bajo la amenaza de la tarea posterior a la que nos abocaremos, entonces cada palabra es hija de la premura, de lo inmediato, se parte de la seguridad que el receptor también tendrá poco tiempo para emplear en la lectura y el producto es mera consecuencia de el apremio que tira de las dos puntas de la soga.

III


Si a eso agregamos que ya no llega la evidencia material de la empresa de la escritura del remitente sino que nuestra máquina (que es decir un órgano de nuestro cuerpo, frígido e ingobernable), es la encargada de suministrarnos la secuela, el mensaje que recibimos es casi nada.

IV


Pero profesar la sinceridad es algo que excede la escritura. Podría exagerar y decir que se trata de un modo de profesar la vida pero quizá sea algo bastante menor. Quizá decir siempre la verdad, mostrarse honesto y con un solo rostro sea cosa de perezosos que no hemos querido incurrir en la laboriosa construcción de mentiras que se justifiquen unas a otras como si fuesen un bando de ajedrez en estudiado plan de ataque. Eso no descarta de ningún modo la existencia de mentiras más módicas pero eso ya es cosa de cobardes y ellos me provocan tal odio que no puedo dar cuenta de sus conductas sin caer en la ira.

V


Rara vez me quedo con la copia impresa de lo que ha sido un manuscrito. Me asiste la superstición que en el papel lleno de tachaduras hay un esfuerzo de parturienta digno de conservarse, algo que de ningún modo puede darme la versión limpia, la que se sueña definitiva. Tal vez sea sólo fetichismo. O solamente la venganza que se guarda mi impotencia de saber injusto el revés de la moneda. Los dedos bailan con soltura sobre el teclado ante la página en blanco y esos mismos dedos agarran tensos la lapicera como si de un puñal se tratase y el papel un amigo atónito ante las estocadas. Los párrafos cambian de lugar sin oponer resistencia. No los afecta la humedad y sobreviven a los arrebatos de higiene pero ajenos a mi caligrafía los siento entenados.

VI


Me tienta asimilar esta clasificación a la de los gatos de mi infancia.
Gatos, electrodomésticos, sábanas, hijos, todo estaba bajo la estricta sobreprotección de mi madre. Cuando digo gatos, me refiero a los gatos que ella quería como propios de la casa. Estaban los otros, los de la calle, que escuchaban el ruido de platos y cacerolas y se arrimaban a la ventana a recoger algún bocado, una sobra. Esos sobrevivían a los sobreprotegidos.
Si hoy mismo volviera a casa daría con ellos, con su pelo salvaje de mucho haber sufrido y sabría que son los mismos de hace veinte años, que están entregados a la misión divina de proteger a la casa, aunque la puerta se les cierre en el hocico.

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