Jade May Hoey

1974-2004

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24.11.04

Aquellos eran domingos/3

I


A medida que la cerveza se asentaba en mis aposentos y el dolor de mi tobillo, o lo que fuera que parecía dolor allí debajo, comenzaba a darme una tregua, me dio por mirar las sillas del bar y me di cuenta que ya no eran las que habían sido y no pude evitarme una inquietud interna sin fundamento ni remedio.
En eso, y para mi suerte, pasó por la vereda una parejita, la única creo yo capaz de sacar a pasear su amor un domingo a estas horas en medio de un calor que avergonzaba a la mañana y la hacía pegajosa y mediodía.
-Yo alguna vez fui como ellos –dijo el Negro sin quitarle la vista a la creciente espuma de la cerveza recién servida-, lástima que a tiempo alcanzamos a avivarnos de que el amor es como el vino: uno lo siente eterno hasta que el vaso te dice basta y ay de quien ose contaminarlo con agua.
Sólo me molestó que fuera tan pausado y escondedor. Por lo demás, a mí me gustaba mucho escucharlo por aquello de que cuando uno escribe jamás le pasa nada bueno más que las historias que le cuentan, así es que me armé de un bloc imaginario, de tinta y de paciencia.

II


Entre los becarios de San Andrés muy de vez en cuanto germinan las solidaridades, mitad por esa tendencia a juntarse que tienen los iguales, mitad por el desprecio que te tienen aquellos cuyos padres oblan la cuota con religiosidad antes del día cinco de cada mes.
A Cristina sólo le faltaba la tesis para la Licenciatura. Yo prácticamente vivía en la biblioteca. No soportaba el departamento y además atendía una bibliotecaria que estaba más linda que levantarse a las doce del día. Cristina cargaba demasiadas ojeras y me tentó mi amabilidad el querer mostrarme como un caballero ante la bibliotecaria que, como es de suponer, no me dio ni tronco de pelota, ni ese día ni ningún otro. Sería casada o lesbiana, o las dos cosas juntas, aunque no es despreciable la suposición de que le fastidiaba la presencia de la baba que me nacía de la comisura cada vez que ella subía la escalerita para alcanzar el anaquel más alejado, ese que está más cerca de dios pero en realidad está reservado a la historia de las artes.
Cristina tal vez tendría ganas de hablar o quizá me había echado el ojo como yo a la bibliotecaria aunque con un poco más de éxito y antes de ponerme a pensar en la retirada ya la había invitado a un café menor donde se amuchaban los caretas con remeras del Che Guevara, que discutían sobre el plan económico de Sourrouille y bebían jugo Ades con una pasión digna de las mejores causas.

III


Sí, le escribí la tesis. Me llevó unos tres meses pero lo hice con el placer que ahora es tuyo y te lo envidio, ese de que se da cuando sentás a escribir de cualquier cosa y las palabras manan caudalosas no calienta lo poco entiendas o dejes de entender. En realidad poco importa si la excusa es buena como en este caso era el escote de ella y los intermedios en que nos debatíamos en interminables combates en la alfombra. Tan ocupado estaba yo en esos menesteres que nunca me detuve a pensar que el proyecto algún día acabaría y, en efecto, un día me puse la corbata y asistí al coloquio en que ella, completamente dueña de la situación, tan ella y tan yo en una sola boca imposible de callar, disertó acerca de la mediamorfosis y me rompí las manos aplaudiendo y después celebramos argentinos de impunidad y de excesos.

IV


No faltaría la ocasión para separarnos, eso lo supe desde siempre, pero actué como si el mundo pudiera acabarse en apenas un rato y no me importara. Y sí, previsiblemente o tal vez no, ella no quería saber nada de la comunicación social, que al cabo eso había sido apenas una coartada para tenerlo contento a su papá pero a decir verdad ella quería la vida sencilla que no se conoce en la zona norte y yo, por el contrario, quería vengar la suerte de mi viejo que se había pelado el culo trabajando y sin embargo jamás había tenido el premio de un techo digno, de ver a sus hijos bien vestidos y con la vida encarrilada. En fin. Si te digo que mis padres y los de ella habían encarado para acá al mismo tiempo te parecerá extraño que los destinos puedan bifurcarse con tanto descaro y que uno junten guita con pala y otros vivan una semana al mes y sobrevivan el resto, pero así han sido las cosas siempre y si me apurás te digo que no hay razón para que las cosas cambien justo ahora.

V


Cuando se volvió y yo me quedé allá con tres libros terminados, pugnando por conseguir el mínimo de atención que requiere un autor nuevito, sin uso, con la polenta que sólo se tiene antes de cumplir los treinta me convertí en una bola sin manija y la llamé no menos de ciento setenta veces para reprocharle que justo se iba cuando más la necesitaba, le imploraba que estuviera conmigo cuando me pintaba la brava al menos como compensación por lo que yo había hecho por ella alguna vez, al principio, y sin imaginar que aparecería la oportunidad de reclamarle algo a cambio.

VI


Hace no demasiado un amigo me pidió una mano porque estaba en una situación semejante: los crecimientos personales dentro de la pareja habían sido desparejos. El quería irse a Barcelona y de hecho había conseguido algo que le daría el aire para llevar su barquito al Mediterráneo y se ilusionaba con esas catedrales góticas que se ven en las postales y ella, en cambio, quería la casita humilde, los hijos, y cuando me lo contó se me partía el alma porque esa era mi historia, aquella que no podía evocar sin que el alma se me convirtiera en un moco lloricoso y tratando de socorrerlo me entendí a mí descorazonado y a Cristina con esa furia de querer abdicar al pedestal que le había levantado antes el éxito de su padre, ese mismo éxito que era el motor de mi vida aunque en grado de latencia ya que no tenía ni para comprarme un par de zapatos nuevos.

VII


Siguió hablando el Negro. Esas cosas tenía él. Cuando se le desanudaba la lengua era una catarata.

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