Jade May Hoey

1974-2004

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26.11.04

aproximación a la costumbre

Me dice Adriana, y ella no suele decirme las cosas sólo para llenar esos huecos que median entre dos personas cuando no tienen nada importante que decirse, que un tipo que se pretende exitoso no ha de fijarse tanto en la minucia como yo lo hago, que es preferible que me aboque a pensar en asuntos elevados, que si bien no quitarán de mí este semblante de viudo tomado por sorpresa bien podría pasarme que las mieles de una empresa rentable se detengan ante mi arte, y ay de vos el día en que te toque en suerte externar ese genio que tenés en terapia intensiva, ay de vos y pobres de nosotras que no seremos dignas más que de lavarte los pies con perfume. Mejor me quedo en el molde y no le digo todo eso que estoy pensando porque me reputará loco de remate y en una de esas se entusiasme y me consiga un turno en lo de Helena, su amiga psicóloga, y yo que si algo no desprecio en la vida eso es una cita con una mujer que cuantimenos tenga la virtud de ser silenciosa allá me veo contándole esas tonterías que me tenían como espectador o protagonista cuando era un purrete sin prejuicios, un voluntarioso mediocampista de la archicampeona categoría 74 del club San Martín, el despeinado prodigio que en pocas palabras era ardidosamente capaz de taparle la jeta a las pacatas docentes de una modesta escuela de barrio, y eso que de la canción recién sonaban los primeros acordes y lo peor todavía no había sucedido: ni había sido cronista privilegiado de las últimas horas de Reyna Isabel ni me habían evocado las casi últimas palabras de Félix, el oftalmólogo de la calle Bahía Blanca que en sus ratos libres vendía bicicletas. Mejor no entrar en detalles y evitar decir que lo peor que pudo pasarme fue, ya crecido, adentrarme en la teoría de los ciclos o convencerme de que la ética y cualquier asunto son explicables bajo las leyes de la geometría. Mejor omitir el rencuentro con dios aquella vez que comencé a tomar ron en la temprana hora de una tarde calurosa de las que empapan la camisa. Más divertido es quedarme entre mis caprichos melindrosos, en mis preocupaciones de niño bien caído en desgracia y alegar que es preciso -casi diría urgente- juntarme con unas chirolas que me permitan comprarme un llavero y algo donde poner las monedas. No es que sea puntualmente obsesivo pero los tipos como yo, que sabemos de antemano que el mundo está en manos de una logia, solemos tentarnos por explicar la pobreza en el mero hecho de no contar con el herramental imprescindible para fomentar el ahorro y qué otra cosa puedo hacer si hoy en la mañana acabo de darme cuenta que uno de los rubros que desangran mi economía es el bolsillo derecho de mi pantalón de guerra, el que uso cuando no tengo ningún compromiso relevante por las tardes, es decir casi siempre, que ha sido vencido en su inútil resistencia por las repetidas punzadas de una llave que no conoce un mejor lugar donde guardarse, y esos reglamentos no escritos, que por esta vez y sólo por simplificar llamaremos costumbres han hecho el resto. Primero se caían las huérfanas monedas de diez centavos que por modestas que parezcan empiezan a cobrar relevancia cuando el mes viene doblando el codo, y pronto siguieron ese derrotero las monedas de veinticinco tan ostentosas ellas que también han preferido regalarse a la suerte de algún transeúnte, que las va recogiendo allí donde a mí se me caen, sin darme tiempo a reaccionar, quedándose con la huella metálica que dejo cuando salgo a caminar por las tardes, cuando no tengo mayores compromisos.

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