Jade May Hoey

1974-2004

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11.11.04

and the winner is...

Trelew está un poco alborotado por promotoras de vestimenta ceñida que irrumpen en la marcha de los transeúntes para ofrecerles unos papeles de colores. No se trata ya de las tradicionales campañas ofensivas para mejorar las ventas de algún comerciante afligido por la inminente bancarrota, aunque puede que yo sea el equivocado y en realidad los políticos que se candidatean para la jefatura del gobierno municipal no sean mucho más que mercaderes en desgracia.
Lo extraño del asunto es que no debiera ser esta una época de comicios. Desde el advenimiento de la democracia, hace apenas un par de décadas, son los años impares los que nos deparan panfletos llenos de promesas que suplican por el concurso de nuestra voluntad desorientada.
Esta vez es un caso no previsto por nadie. O no muchos. O no pocos.


El año pasado el partido que gobernaba la ciudad desde hace doce años sufrió un severo cachetazo en su asquerosa soberbia y fue desalojado el poder por el partido opositor, que tras años en las sombras no sabía mucho lo que hacer, ni tenía una buena figura a quien echar mano y que, perdido por perdido, apeló a un personaje ajeno a la política, digamos un escribano gris, dotado de la honradez que dan las canas y un saco también gris.
Fue el comienzo de la comedia. En una ciudad de cien mil habitantes, que la elección se defina por tres votos (el tuyo, el mío y sólo uno más) puede ser un episodio pintoresco pero al observador atento no se le escapaba que estaba tomando los destinos del pueblo una simpática murga.
Ganar no había resultado demasiado complejo. Después de todo, doce años son capaces de agotarle la paciencia a cualquiera, pero más allá de eso, el plan del gobierno era profundizar un modelo de ciudad para unos pocos (enorme casino, observatorio, salón de conferencias, parque industrial en estado de descomposición, crecimiento desorbitado de la miseria, hospital en ruinas) y con sólo poner al frente un rostro que aparentara honestidad el triunfo estaría al alcance de la mano.


Los ocho meses del escribano en el Palacio Municipal llevaron la marca del circo.
No dejó de caminar una sola tarde por cada uno de los barrios. Se sacó fotos jugando al fútbol (haciendo piruetas tales que parecía un bailarín), vestido de gaucho, pegando ladrillos, bailando danzas típicas, mezclado siempre entre la gente.
Yo me quedé con una imagen cargada de los rasgos tradicionales de la metáfora: saltaba de un andamio y el flash había capturado el preciso momento en que tiraba manotazos al aire sin tener de dónde agarrarse, la boca entreabierta, el gesto desesperado.


Tenía la lengua muy suelta para decir las cosas que usualmente se catalogan como políticamente incorrectas, pero carecía de la gimnasia de decirlas con precisión. Sus ojos enrojecidos lucían siempre como los de aquel que poco duerme por andar mucho en la noche. Los rumores de los corrillos de la burocracia municipal no tardaron en precipitarse a las calles, a los comentarios de peluquería, a la autocensurada prensa.
El ingenio popular llenó de leyendas las paredes. La más simpática decía, parodiando al conocido refrán, al pan, pan y al vino... su nombre.
Según pude corrobar más adelante su afición por el vino Toro era una marca registrada en la familia desde hace décadas.


Beber es un acto privado que figura en la lista de aquellos que considero venerables pero puesto en la cara de un hombre público, perseguido a diestra y siniestra por deberes de un hombre al servicio del estado, lucía como algo completamente desagradable y lo que en un principio resultó simpático (es su estilo, decían desde encumbrados despachos de la provincia) terminó siendo algo preocupante. Según me han contado los mudos pasillos, una mañana el Palacio Municipal fue desalojado por una amenaza de bomba, fallida por supuesto, perpetrada al solo efecto de retirarlo por una puerta lateral, ya que él no podía hacerlo por sus propios medios.
Durante semanas aquellos que fueron a buscarlo a su casa para sumarlo al proyecto no encontraban un modo elegante de quitárselo de encima. Los votos son míos y de acá no me mueve nadie, decía él a quien quisiera escucharlo.
Renunciados sus principales colaboradores, le llegó el momento de pensar una coartada. No hubo mucho para reflexionar. Una de sus hijas estaba cansada de que la humillasen en la escuela por la conducta de su padre. Ese fue el fin.
Corría el mes de agosto y hubo que reencauzar todo. Se imponía un nuevo llamado a elecciones, las de este domingo y de nuevo la cantinela.

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