Jade May Hoey

1974-2004

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29.9.04

soliloquio

¿Cuándo habré decidido que ya no volvería a pisar el consultorio de un médico? Tal vez ha pasado el tiempo suficiente para acomodarme a la idea de no haber ido jamás. Pero he ido alguna vez, empujado por las circunstancias y el brazo de mi madre.
De chico me daba asco ese apego por la perfecta higiene, esa negación de la individualidad disfrazada de ropa ligera. Algo de eso tiene la culpa de que yo no crea en ellos. No creo en su poder de curarme y sé que no o harán. Un puñado de veces fui a lo de doña Pérez a que me cure el empacho y nada. En aquellos entonces me gustaba imaginar que era el poder de mi mente el que levantaba un bloqueo, me amparaba de las fuerzas extrañas.
Pero Luciano, que es un pibe moderno, me cuenta que las cosas ya no son como yo las cuento. El se ríe, cree que bromeo cuando le digo que ir al oculista era casi peor que visitar al odontólogo, que te hacían leer unos letreros después de abrirte los ojos por la fuerza para alumbrarlos con una linternita. Mi dios, qué tortura.
Los litros que habré llorado cuando se acercaba la fecha de la consulta con la doctora Climent. Lloraba en el consultorio en abierta lucha contra la linterna. Y finalmente lloraba ante la consumación de mi derrota, pero estas eran otras lágrimas, gruesas, resignadas, desnudas de sollozo.
Yo nunca había visto a la doctora Climent. Cuando tocaba mi turno entraba cabizbajo y al sentarme no hacía otra cosa que mirar el letrero. Respondía a las preguntas, pero siempre fijando mi vista en cualquier punto ajeno a la doctora. Ella tal vez anotaría algo, charlaba con mi madre y yo buscaba con urgencia la puerta y me iba sin decir chau.
Eso fue hasta que me sobornó. Fue una tontería, una caja de lápices de colores. Eso era a cambio de no volver a llorar. Me los dios y llevó su mano al pie de mi cara, la irguió y ese medio segundo duró lo que tarda la lluvia en tocar el suelo. Mi vista dejó sus zapatos, se deslizó por sus medias negras, con parsimonia dio en el delantal que acentuaba una cintura muy delicada con un cinturón como un moño. Fue paulatino y fatal como un amanecer.
No hubo más visitas a la doctora y si las hubo creo que no me dio por llorar. De todos modos el cinturón que la ceñía se grabó en mí y durante muchas semanas me pregunté como había sido posible vivir de espaldas a algo como eso. América, una revelación, siempre había estado ahí, esperando al que la descubra y después nuevas hambres, sobornos, basta de llorar.
Pero cuando vienen las enfermeras ya no me resisto. Quiero sanarme y no verme en el espejo.
Yo no sentía deseos de tirarme hasta que vi la ventana.

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