Jade May Hoey

1974-2004

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23.9.04

Pequeño elogio de la noche

La seducción está hecha de misterio, al menos como a mí me gusta entenderla. Por eso la preferencia por la noche sobre el día. Por eso y además porque no se me ocurre bien qué es lo que pueda pasar a la luz del día y ser verdaderamente digno de verse, gozarse y reproducirse, no digo tonterías tales como tener un trabajo digno, sentarse a leer poesía en la plaza o jugar a la pelota con los amigos de la infancia. Hablo de lo que luce grande a los limitados ojos de los hombres. Sólo por darle el gusto a los que prefieren los nombres propios pongamos: mentar una conspiración revolucionaria, regar las llanuras con saliva y ver crecer los brotes que quieren pinchar al cielo, alumbrar el pensamiento con la brasa de un cigarrillo, apagar a patadas las farolas de la calle, meter los pies en un charco de agua sin enojo, atacar al bosque haciéndole cosquillas, peinar sin método la pradera, dejar que la lluvia penetre y encandile oído, nariz y tacto.
Por eso también el odio a las sombras, un odio que no es visceral sino apenas una mutación del temor. Y ya no hablo de esos temores que asaltan a las almas burguesas cuando pretenden conciliar el sueño o, mejor aun, descifrar las causas del insomnio, y arguyen divisar entre las sombras la voz de algún pariente muerto o sienten un espasmo que se extiende de pies a cabeza de sólo figurarse que están en los umbrales de la adultez y aun no han alcanzado el vano, el flaco triunfo de casarse y tener una familia como dios manda, un guardarropas surtido, una biblioteca inabarcable, una empleada doméstica para descargar rigores... Hablo del temor grave, el de no haber vivido ni una pizca.

No es sencillo de explicar. Quizá el asunto pueda atacarse diciendo que mi vida diurna me condena a la impostura. En cada cosa que hago me hago pasar por. No es que no me divierta convivir con estos equívocos pero no es tarea demasiado grata la de arrancar el día muy temprano en la mañana tejiendo el guión cotidiano. Sería preferible que la función comenzara por la tarde y mis hambres (en este caso voy a limitarme a las elementales) estén salvadas honorablemente. De otro modo siempre el guión del equívoco (para apegarme a la verdad sustituir por la errónea ejecución de un rol que no me pertenece) multiplica los equívocos y cada día, a la hora de embarcarme, siento en mí que el ahogo de la pereza me impone una pesadumbre que sabe a rigor mortis.

Cada vez que he dicho adiós me ardía el sol en la cara o extendía su aura levemente acolchonada por las nubes. Y decir adiós no es algo que me enloquezca como le sucede al resto de la gente, para mí es casi cosa de todos los días. Es decir, superado cierto umbral de la vida me bajé de mi pedestal de semidiós y empezó a dolerme un poco la cintura, después vinieron las jaquecas cada vez más intensas, un día no pude reponer el par de lentes que había destrozado y a partir de allí mi vida, o esto que doy en llamar vida por mera comodidad de ajustar un significado a una sola palabra gambeteando tenazmente a las explicaciones y a las retractaciones, el caso es que, según decía, los días empezaron a apisonarse y di al fin con mi lado flaco, la casi certeza de que un final honorable me espera a la vuelta de la esquina y yo aquí con el pescado sin vender. Entonces decir adiós es algo que me sale mucho más fácil que decir buen día y que pedir perdón cuando esta tos insistente apuñala lo que quiero decir y la cara me enrojece como si convocase a mi interlocutor (vaya y pase) o a cualquier transeúnte a darme palmadas en la espalda y a untarme la frente con paños fríos. Pero nunca me desdije de ningún adiós. Cada uno de ellos tuvo una razón diferente, muchas veces reñida con la verdad, pero también la profecía autorrealizada de que ya nunca daría con esa persona de la que me despedía, al menos así como la conocí, así como la inventé o la invité a que participara de esta tragedia de pocos recursos, un actor de reparto que se luce en un par de intervenciones jocosas ganando fácil el aplauso pero cuando se va por un pasadizo de la escenografía nadie echa de menos. Es tan fácil decir adiós, yo no sé por qué la gente sólo le dice adiós a los muertos.

Desde que iba a la escuela primaria tengo por cierto que uno crece cuando duerme. Por eso muchas veces me cuidé de juntarme con amigos peligrosos y andar trasnochando, no fuera cosa que nunca alcanzara el metro setenta que tienen todas las personas decentes, pero durante el día qué. En ese tiempo fue la escuela, más adelante las clases en la universidad, pero a mí nadie me saca de la cabeza que lo mejor siempre fue después de la noche. Si daba gusto asistir a las clases del turco, que sólo tenía ojos para la turquita de la primera fila y ahí nomás se inspiraba y te contaba la teoría del organicismo que el Dante era un poroto y de los feos. Siempre fue la noche. Las mejores horas de lectura, los párrafos más felices, los feroces silencios contemplativos con la muchachada en la vereda de la calle Alberdi en la época en que degustar Un plato lleno de secretos era algo así como ponerse un mameluco de puro algodón y los dedos de cirujano descifraban las mejores partituras desabrochando breteles y tapando bocas quejosas.

Nada mejor que la noche, que la noche con un vaso de vino, un vino tinto que parezca sangre, que turbe la sangre cuando la paz quiere aquietarla. Plin.

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