Jade May Hoey

1974-2004

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9.9.04

enterrarme

En mis mejores años en el patio de casa había un pozo, no demasiado profundo, apenas lo suficiente como para que en la tierra se hiciera agua, el agua que necesitaban las plantas de la huerta y a unos pocos metros la higuera, el duraznero, los manzanos, la tapia hecha de bloques sin pegar, un galponcito hecho con las sobras de otras construcciones que era la guarida a donde llevé mis pensamientos la tarde en que empecé a ser un poco más grande, aunque sea a los ojos de mi padre ya que no en la estatura ni en el extravío de la lucidez que supone la maleta que van llenando los años.
Sobre el pozo, a un metro sobre el nivel de la tierra, había una bomba para sacar agua, como nunca más he vuelto a ver, motor con tracción a sangre, quiero decir a mi sangre, y sacrifiqué muchos veranos el sudor de jugar a la pelota para dejarlo ahí, para que las tímidas gotas de mi esfuerzo cayendo de mi frente fueran a parar allí donde el agua nacía, en las tempranas fauces de la tierra.
Y no será por eso que lo recuerde demasiado sino mejor por la ocasión en que me vestí de héroe y me metí para rescatar a Nico de su última travesura: deslizarse un poco más allá de la frontera de lo prudencial para mirar el agua desde cerca sin que nadie lo viese. Todo para terminar pidiendo socorro con un casi alarido de casi niño: nicopozo, nicopozo.
Meterme donde yacían mis ya viejos sudores fue un repentino nacer del odio que había ido juntado con los meses y los años y con más bronca que coraje me tiré y casi me hubiera permitido la sonrisa sino fuera porque a mi viejo le llegó la hora de dictaminar que era la oportunidad de tapar ese maldito pozo para siempre.
Y así lo hice; no esa tarde, después del almuerzo, pero sí algunas otras en que tampoco hubo pelota.

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