Jade May Hoey

1974-2004

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27.7.06

Los chango

En el recuerdo que ahora recuerdo me veo a los catorce años. Algo más inteligente que la media pero construido más hacia adentro que hacia afuera, lo que seguramente aparejó alguna que otra discusión en casa y yo nunca me enteré. Eran tiempos feos por lo que pasaba en los alrededores pero así y todos nos las ingeniábamos para una cierta felicidad, si es que así puede llamarse al comer un pedazo de carne de vaca día por medio.

Me dijeron de un trabajo y antes de pensarlo dije que sí. No me aburría con la escuela pero nunca necesité estudiar. Iba a la tarde y me levantaba temprano, así que me sobraba la mañana y también era hombre libre casi todos los días después de las cinco o media o seis.

Fui al lugar de la cita, no muy lejos de casa, y me comporté como si no tuviera ni pálida idea de lo que sería mi trabajo. Posiblemente no la tuviera pero suelo desconfiar de mi calculada inseguridad. Eran los tiempos de la inflación y la gente se empeñaba en repetir que en este país ya no se podía vivir. Tal vez nunca se pudo vivir en este país, o la cosa se puso fea hace setenta años, lo cierto es que esas palabras las oí de las bocas más variadas, en las geografías más recónditas y siempre con el mismo tremendismo.

Salir a mirar qué precios tenían los negocios del centro. Ese era mi trabajo más urgente. La nuestra era una despensa de barrio, Los chango, según había querido la impericia del pintor que hizo el cartel al tuntún, teníamos algo de mercadería pero no puta idea del verdadero precio al que debíamos venderla. En rigor de verdad, nadie sabía mucho de los precios y la gente se desayunaba de los aumentos con cierta resignación, mirando una y otra vez el precio en la góndola.

El dueño de la despensa era el viejo Rivero, que era salteño o chileno, nunca supe bien. También estaba su señora, doña Carmen, y los hijos del matrimonio, Cachi, Marcelo y Pajarito, todos ellos analfabetos e inútiles, con una pequeña luz en favor de Cachi que, como era de esperarse, se avivó, se hizo evangelista y con el tiempo pudo edificar una iglesia muy próspera. El era el único que parecía bañarse a diario. Los demás se cambiaban de ropa una vez a la semana pero el peor era el viejo, que durante los días de verano atendía la carnicería con el torso desnudo. Yo le adivinaba una gota de sudor rodando por la calva, una gota que nunca acababa de caer al vacío por la acción retardadora de la grasa de su piel.

Sin embargo, las palmas se las llevaba la vieja. Ella a veces me dejaba solo atendiendo el negocio y no se despedía sin repetir un consejo: si vienen de la inspección, decile que sos sobrino mío, que ya vengo, que sino nos van a bajar con la caña. Estas mismas palabras usé muchas veces para referirle el hecho a mi padre. El siempre se rió a carcajadas y me sugirió que no haga mucho caso de lo que tuviese que oír.

A veces me pasaba que por dos o tres días no iba al centro a relevar los precios y doña Carmen, un poco afligida, me decía: querido, por qué no le aplicás el porcentaje a la mercadería, al menos al aceite y a la yerba, hasta que vuelvas a ir al centro. Y yo agarraba la máquina de calcular y le agregaba a cada producto un recargo, un veinte o un treinta por ciento, a discreción. Eso le daba tranquilidad a ella, pero a mí la irrealidad de esos precios me inquietaba.

No duré mucho tiempo. No podían pagarme un sueldo que era apenas simbólico y era una pena porque siendo todos tan brutos, con poco más que nada yo me las ingeniaba para manejar los stocks, siempre con la intuición y el desparpajo que uno puede tener a los catorce años. Eran años bravos para todo el mundo. Recuerdo que durante la última semana, mamá me había pedido que le suplicara al viejo Rivero que nos vendiese un paquete de azúcar. Ya era el tiempo de la escasez y la gente se manejaba en un contexto de economía de guerra. Recuerdo que en la despensa había sólo cuatro paquetes y que sólo me vendieron uno porque yo era uno más en la despensa, pero se cuidaron bien de envolverlo en bastante papel de diario. No fuera cosa que los vecinos se enterasen que Los chango escondía la mercadería y les diera por rompernos la vidriera o quién sabe sino de cosas peores.

Comments on "Los chango"

 

Anonymous Anónimo said ... (27/7/06 02:47) : 

Muchas gracias, querido Jorge.

 

Blogger KuruPicho said ... (27/7/06 15:43) : 

Me recuerda, un matiz nada más, a "El juguete rabioso".Naturalismo, cinismo pero descripciones con tendencia simbolista, nostalgia, poesía envolviendo el paso en una aureola de realidad sublimada, aunque siempre objetiva, precisa. Pillerías confesadas al modo roussoniano, sin moraleja de la progresiva abyección del joven ke sale de la infacia y asume su pilcha de adulto pesimista y codicioso.Muchos saludos.

 

Anonymous Anónimo said ... (27/7/06 23:36) : 

Un gran abrazo para ti, Magda.

Muy agradecido por el recuerdo arltiano, chamigo.

 

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