Jade May Hoey

1974-2004

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10.2.06

La ley de la horda

Me duele Las Heras.
No sé bien en qué punto del mapa se encuentra, pero sí que las principales ciudades de la provincia de Santa Cruz son sus cabeceras departamentales. Semejante territorio está dividido en cuatro franjas de norte a sur, cada una con su puerto: Río Gallegos, Puerto Santa Cruz, Puerto San Julián y Puerto Deseado. Desde que los pingüinos asaltaron, voto popular mediante, la casa de gobierno cobró un relativo auge un pueblo del extremo andino: El Calafate.
Las Heras no existe. Es un pedazo más de la patagonia sin nombres propios. Pertenece a la cuenca petrolera del golfo San Jorge, lo que hace diez o quince años, cuando mi pueblo se caía a pedazos, la convirtió en una meca para cientos de desocupados, tal como un ignoto paraje neuquino llamado Piedra del Aguila.
Al parecer es un sitio lo bastante inhóspito como para que mis paisanos escogieran vivir separados de sus familias. No me asombra: el frío es aún menos piadoso cuando crujen las tripas.
En estos días, y sólo por estos, Las Heras es noticia de los medios nacionales. Hay un reclamo del gremio petrolero, un reclamo que lleva ya varios meses de manifestaciones y especialmente cortes de ruta, detalle nada menor considerando que no hay otra ruta que la número 3. Pero la fuerza de la costumbre ha logrado que eso no llame la atención a nadie. Después de todo, los únicos perjudicados son los anónimos pobladores del paralelo 38 al sur, que padecen los efectos del desabastecimiento de los bienes más básicos.
Pero esta vez mataron a un policía y lo han hecho con una alevosía que no termino de entender.
Repasemos.
El reclamo es salarial. El año pasado los empleados petroleros recibieron un aumento que llegó en una versión bastante desmejorada. La culpa es del inaudito régimen de retención en la fuente del impuesto a las ganancias.
El impuesto grava, siempre lo ha hecho, la renta del trabajo personal y varias otras muchas rentas, a excepción de algunos simpáticos conceptos como los intereses por colocaciones bancarias. Ergo, el fruto del trabajo, paga; el fruto del capital, muchas veces no.
Pero más allá de eso, que responde a una asimetría estructural del sistema tributario argentino, hay un componente de coyuntura que dice mucho de este gobierno: según el último relevamiento oficial, un argentino es pobre si su ingreso no alcanza los 840 pesos mensuales (280 dólares, 240 euros). Pero si tiene un salario por el doble de esa suma es pasible de ver mermado su haber en concepto de pago a cuenta del impuesto a las ganancias. Para más, la escala del gravamen es progresiva. Hay que analizar cada caso, por supuesto, pero para dar un ejemplo grosero: si con 1.800 pesos la retención es de 10 pesos, con 4.000 asciende a 300.
El quid de la cuestión radica en que la perversa política fiscal del gobierno argentino no ha actualizado el monto no sujeto a retención (incluso en algunos casos lo ha disminuido) que se mantiene en los niveles previos a la crisis del año 2001. A resultas de ese pequeño olvido sucede que gran parte de las mejoras salariales obtenidas por los trabajadores de diversos sectores de la economía, han birlado su bolsillo para abultar la recaudación impositiva, esa que siempre nos depara la única noticia que al ministro de economía le complace dar.
Descartemos los componentes locales del problema (la orgía sindical determina que los empleados de supermercado quieran ser encuadrados como camioneros, y cosas así), ¿puede ser esto motivo de huelga? Claro que sí, pero de una huelga general, porque el perjuicio atraviesa a la gran mayoría del universo asalariado. ¿Qué puede hacer al respecto la empresa que los contrata? Nada. ¿A qué negociación puede dar lugar el planteo? A ninguna.
¿Y por qué hay un policía baleado, apuñalado y con la cabeza partida al medio? No lo sé.
Tampoco entendí por qué hace tres o cuatro meses, bajo la excusa de la pobre calidad en la prestación del servicio, quemaron siete vagones de una formación ferroviaria y, por el mismo precio, la estación de trenes.
O se reunieron en Mar del Plata (esta vez la excusa era la globalización) para apedrear vidrieras y saquear comercios.
Pero hay demasiadas cosas que no están bien. Hace un tiempo me causaba gracia leer en algunos foros en los que participo una sobreactuada queja por los retaceos en la calidad del servicio de internet por parte de las tres o cuatro empresas que manejan el negocio. Las justificaciones eran muy sólidas, pero lo gracioso es que los internautas se lo tomaran de ese modo cuando, si de reclamos sectoriales se trata, hay otra gente que no tiene ni agua para tomar.
¿Qué pasaba si quinientos nerds marchaban al Congreso y después a Plaza de Mayo?
Tal vez lo mismo que ha pasado ahora. En cuestión de minutos aparecen las piedras, las bombas molotov. ¿Y qué se supone que haga la policía? Desde luego devolver el orden a las calles y apresar a los revoltosos. Pero no: estos son los tiempos de los derechos humanos. Así que, o mandamos a la policía sin armas, o la represión es salvaje, y por -efecto dominó- aparecen las solidaridades y se multiplican las marchas en defensa de los luchadores sociales.
Sí, uno puede quejarse del precio de internet y convertirse en un luchador social injustamente privado de su libertad porque el derecho al pataleo es lo único que nos interesa de la constitución.
Si, en defensa del más legítimo de los derechos nos comportamos como una horda, no podemos pretender otra cosa que esto que tenemos entre manos.
Una versión más ilustrada en Criticar es fácil a cargo de Manuel Vicent.

Comments on "La ley de la horda"

 

Anonymous Anónimo said ... (10/2/06 18:01) : 

Le puse alguito en el blog, así no le enchastro aquí.

 

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