Jade May Hoey

1974-2004

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31.1.07

El cadillac

Una fantasía tonta, tonta como siempre, pero tal vez un poco más porque era la edad de las fantasías, ya me curaría, eso esperaban ellos, porque lo que es yo, nunca esperé nada, nada que no fuera fantasías un poco menos tontas, un poco más plausibles. Y de hecho así pasó, a un costo altísimo, eso sí, pero pasó un día. Dejé de tener la fantasía de mandarme a mudar de una vez por todas y dejar con eso de renegar por culpa de mi padre, que quería cosas que yo no podía darle, y por culpa de mi madre, que siempre quiso que la quiera más de lo que la quiero y no he podido, y por mis hermanos pequeños, todos revoloteando en derredor de mí, esperando que les dé un coscorrón, un chirlo, un retorcijón de pesqüeso que los deje con la lengua afuera, todo para ir corriendo a contárselo a mi padre, que por supuesto estaría ocupado en trabajar hasta las no sé que horas, o durmiendo para reponer las energías después de tanto trabajo, reclamando silencio, oyendo hasta el levísimo sonido que podrá hacer una mosca durante el instante previo a decolar, o a mamá, pero esta vez más que una denuncia, que, en verdad, eso eran, denuncias hechas y derechas con tal de arrebatarme el trono del preferido de mamá, se trataba de un acto de traición a un cierto estatuto de fraternidad que nos obligaba a arreglar nuestros asuntos entre nosotros, al menos eso era lo que me interesaba a mí, que tenía la fuerza de imponerme. Pero la fantasía, la tonta fantasía de escaparme, adolecía de la severa limitación del factor dinerario. Yo quería, por así decirlo, hacer mi vida, y hacer una vida, cualquier vida, ustedes lo sabrán, requiere de una mínima financiación, pero en mi haber no había más que un par de pesos, robados seguramente, robados a la virgen, porque en casa se estilaba dejar una pequeña ofrenda en monedas a María, no sé con qué fines, pero desde entonces estuve convencido de que se trataba de un soborno inútil. Pensaba, por ejemplo, comprarme una lata de puré de tomates, ya tenía visto el alojamiento, sería un auto abandonado a un costado de la ruta, algo que a mis ojos era un poco como un Cadillac aunque no tenía vidrios y no aparentaba haber interesados en rescatarlo de ese destino, pero a poco de pensar, y no en la calefacción, porque era verano y bien podría dormir allí, me daba cuenta de que no tendría con qué abrir la lata y al cuerno los sueños de libertad. Siempre así.

Parroquiales

Blues eterno de Freddie Fratelli se llama la novela in progress que está publicando Marcelo Faccio. Quedan todos convidados.

Vacío/2

a fin de cuentas, se trata de tomar conciencia. de derramar el líquido y buscarse uno nuevo para la vasija. por ahí, ya es muy tarde, es enero y a estas horas no me da por pensar mucho -lo sé: nunca he pensando mucho, pero a estas horas, durante el mes de enero, suelo estar más cansado de lo habitual, será cosa de acostumbrarse al nuevo almanaque, tantas hojas por pasar y todavía el mañana por delante- pero en algún punto la cosa pasará será repetir el destino del mate. al mate hay que curarlo. ¿invertiría uno buena yerba para preparar un mate que no va a tomarse?. quién sabe. tal vez si esa primera cebada trunca se hace con buena yerba, el resto de los mates, los que uno se cebe con la yerba que pueda pagarse, tengan todos algo de aquella primera, y en tal caso bien valdría hacer el esfuerzo de dejar pasar los días antes de cebar el segundo, el tercero, un cuarto para escupir y recién un quinto que tomaremos, de mala gana, pero lo tomaremos. lo malo es que cada mate es distinto, lo que es lo mismo a decir que de nada sirve ponerse a esta hora a conjeturar -es tardísimo ya, y es enero, quiero escribir algo y no tengo tiempo de corregir, así que mejor que salga bien de primera intención porque yo a esto no pienso releerlo-, a repasar los últimos mates que uno ha curado y también, por qué no, porque una cosa viene pegada a una otra cosa, qué habrá sido de los otros, los descartados, los remplazados, ¿se habrán roto de tanto besar el suelo a puro golpe?, ¿nos habremos cansado de su sabor?. esto último puta que sería asombroso. ahora que me detengo a pensar en los mates que ya no están, creo que siempre estuve enamorado de mi mate, por barato que fuera, por envidia que me causasen los mates de las casas bien, incluso los que cebaba manón, la mamá de vanesa, que se pasaba de fina y después de cada cebada limpiaba la bombilla, no fuera cosa que alguno de los convidados estuviera enfermo de alguna porquería o fuera tan desabrido que fuera a visitarle a la nena sin lavarse siquiera los dientes. y puta, eso un poco habla de lo fiel que se vuelve uno a los objetos, de lo fieles que pueden llegarse a ser los objetos con uno, que acaso en otra dimensión también estén convencidos de que todo es obra de su voluntad, incluso la de nuestros amigos, de a uno por vez, que, no importa lo bravo que pueda resultar el sol patagónico de enero, ni el sudor que destila uno que ha tomado los libros por asalto, porque es enero y ellos también están un poco adormilados, o eso al menos he de pensar yo con tal de consolarme, y piden que uno les cebe unos chuños. pero retomando lo que empecé hace un rato -era más temprano que ahora, y temprano siempre comienzan las cosas malas, en el medio se reanudan, y tarde, más bien tardísimo, se impone concluirlas, y lo digo yo, que la mejor frase que he dicho durante el año pasado -estaba borracho, disculpen- es algo así como: yo no abandono, jamás abandoné nada, a lo sumo postergo, me gusta mucho postergar, pero acabo siempre por juntar nuevos bríos, no sé de dónde, nuevos alientos, y retomo la batalla, un poco más viejo, más ancho, más blando, y resulta ser que en estas horas que se están yendo -la noche es por demás breve en el verano del sur del mundo- quiero quitarme de encima las últimas gotas y vieran cuán ardua es la empresa, la botella cabeza abajo y las últimas gotas tomadas de las manos, amarradas entre sí como las desgracias, perorando no sé qué cosas, algo sobre la resistencia, o la resilencia, vaya a saber, y un rato más y ha caído otra gota y yo con tanto apuro por echar a esta vasija nuevos licores que todavía no se me ocurren.

No se olviden de Gerez.

27.1.07

A enderezar los clavos

Con Agustín Fest me pasa algo extraordinario. Leo su blog y no hago más que encontrar motivos para envidiarlo. A su inagotable furia textual siempre le está sumando [eso de que para escribir bien no hay que usar gerundios me parece una chotada] chiches nuevos. Uno detrás de otro.

Hoy por ejemplo leo que le ha dado por crear el Proyecto Oliveira. No entiendo bien de qué va la cosa, pero me gusta mucho el modo en que explica el germen del proyecto. Insisto: no entiendo la explicación pero me gusta. Muchas veces me pasa así. Los cómo por encima de los qué.

En fin, supongo que acabaré por registrarme como buen feligrés que soy y por allí andaré dando vueltas. Como siempre: sin entender.

25.1.07

Estamos solos


Foto que tomé prestada de un blog que a su vez la tomaba de un sitio extraordinario: Astronomy Picture of the Day

Caosmosis

"La biblioweb Caosmosis nace como parte de otro proyecto, Transversal, del cual pretende ser un tipo de abrevadero teórico para la construcción de máquinas de guerra contra cualquier subjetividad absolutista, un espacio de discusión en el que diversas ideas puedan encontrarse y dialogar, un posible punto de partida en definitiva para un pensamiento no fascista en este nuevo milenio."

Buscando en la web algún detalle sobre Deleuze, encontré esta página que rescata, en formato blog, textos conocidos y no muy conocidos, de Virno, Virilio, Baudrillard y sobre todo, claro, de Deleuze, aunque justo es destacar los textos agrupados bajo el rótulo Rechazo al trabajo.

Si esto fuera un suplemento cultural, debería compensar con una ración doble de, pongamos, Soriano, pero el administrador prefiere la barbarie.

24.1.07

6 x 6 x 6 x 6

¿Qué habrá sido de Alexia Potemkin? Tantos años sin saber de ella y con lo linda que era. A los diecisiete, claro, ahora puedo imaginarla –en realidad debo, debo imaginarla– hinchada de caderas, madre de dos o tres hijos, acaso esposa infiel, ¿o se habrá quitado las antiguas mañas?, ¿o será una profesional pujante, a cargo de una buena cantidad de empleados a los que gobierna con mano de hierro, ataviada en trajecitos color pastel, Marlboro y telefonito en una mano, anillo de compromiso en un dedo de la otra? ¿Y si estuviera sola? ¿Y si fuera una mujer, como tantas, abandonada, si le llenaron la cabeza con promesas de amor imposibles de cumplir y un buen día del señor se encontró en una casa ajena, rodeada de caras, de cosas, de malicias ajenas?
Como sea que se hayan dado las cosas, la lejanía se ahonda en el tiempo. Tanto que yo supe dónde se mudó la primera vez y hasta tuve en mis manos un papelito amarillo y en letras de imprenta el nombre de uno de los próceres, un número, ésta es mi casa, cuándo tengas ganas, cuando puedas darte una vuelta, incluso podés quedarte, pero yo no hice demasiado caso al convite, no me lo creí del todo.
Tampoco creía que ella fuera la que yo conocí cuando éramos niños. Tantas veces nuestros padres se juntaban a almorzar que bien podíamos habernos sabido primos desde siempre, aunque este siempre hubiese empezado a los cinco años, acaso una de sus hermanas –las chicas del kiosco, les decía yo cuando mamá me pedía que le contase– levantándome hasta un infinito par de metros y yo todo terror en las muñecas, algo que sin parecerse al miedo sin dudas lo era, y también la emoción, la curiosidad, el deseo incontenible de ir incluso un poco más arriba para ver, para saber qué mundo se escondía detrás de aquella tapia, pero no, es posible que la cosa no haya acabado bien. Es posible que yo haya llorado de miedo primero y por el sopapo de la hermana mayor después. O que me haya caído y me dolieran los magullones, la risa de la hermana mayor, el modo en que corría y se llevaba a Alexia, el modo en que me dejaba solo.
Qué importaba que mi madre después me invitara a jugar de nuevo con las chicas del kiosco, qué si antes se me había enojado tanto conmigo, con esas lágrimas que se habían pegoteado con tierra en las mejillas y los codos raspados, la cascarita que nunca acababa de formarse, mi ansiedad por quitarla antes de que crezca, la escala de colores que mudaba del rosa al blanco, blanco sobre un brazo morenito de veranos con el torso al viento, si yo no quería ir, tenía miedo por mí, pero también tenía miedo por ellos, papá y mamá que iban a comer a casa de los papás de Alexia, Alberto y Margarita, él tan ruso, tan alto, tan corto de palabras, y ella con la cara empolvada, sus gritos, la forma en que evitaba reírse, y los chicos afuera, a comer a lo de los tíos, esto era un asunto de grandes.
Eso hasta que ellos se fueron a vivir a un barrio de gente bien y dejamos de vernos para siempre, hasta ese día que apareció en la escuela y le escuché a alguien que teníamos que darle la bienvenida a la piba nueva y a mí me pareció una gran idea porque la piba nueva tenía unos hermosos ojos verdes que esplendían en esa cara llena de sol, tanto que el día que echamos a suerte los grupos y a mí me tocó con ella estaba con una cosa acá, a los lados del ombligo, que yo creía que mi panza se despacharía con algún ruido que me dejaría en ridículo delante de la piba nueva, y un profesor estúpido, especialista en cuestiones estúpidas, que nos planteaba cosas no menos estúpidas, problemas de ingenio, por ejemplo, y yo que aprovecho un silencio sepulcral que se da en el aula –esta vez nadie tenía ni remota idea de la solución– para tomar el riesgo de alzar la voz, un poco trémula al comienzo, y no hubo más remedio que pararme enfrente de todos y explicar con números cómo era que se me había ocurrido, la vacilación que dura menos que un instante y ante mis ojos y mis oídos, pero principalmente ante los poros de aquella piel gastada de verano, sucedió el derrumbe de un cielo, seda, fibra de vidrio, yo qué sé, caricias puntiagudas, gritos, forcejeos, un intenso calor surgido a mitad del pecho y en la boca una sal que no volví a cosechar sino en bocas que me estaban prohibidas.
Ocurrió así.
O de un modo no muy distinto.

El hecho maldito de la literatura

Ah! ojalá tuviera algo para decir respecto de la literatura. O de sus malditos. O de algún maldito cualquiera por más que esté fuera del angosto pasillo. O de algún hecho, por más que no califique del todo como maldito.

Por lo pronto, y para salir del pantano, un artículo de Claudio Magris sobre los escritores. Sobre derroche y veneno.

23.1.07

Agua va

Por la mañana oí en a radio una canción cuya letra me dejó helado. Decía algo de que “la lluvia no volvía nunca hacia arriba”. Lo primero que hice fue reírme de la falta de fe poética que profeso a las cinco y algo de la mañana, entre té con canela, galletitas de salvado, pasta dental triple protección, spray para el pelo y catástrofes varias en la portada de los diarios. Este tipo abandonó la escuela antes de que le enseñaran el ciclo del agua, pensé y un poco me sonreí, porque el ciclo del agua, la recta numérica, la descomposición polinómica, la regla de tres simple, el proceso de fotosíntesis, los apartados bajo el nombre “clase alusiva”, el pentágono que no pude dibujar por falta de compás, forman parte de un acervo que no encuentro modo de olvidar, y es todo tan banal, tan transparente, tan cercano a la realidad de los días, que olvidarme de alguna de estas cosas sería como privarme del habla o amputarme uno de los pies.
Lo malo, y esto sí que es inolvidable, es el modo en que este muchacho canta lo que canta. Es una voz ligera, de esas que se han puesto de moda. Tipo Drexler, Sorokin o Serrano. No entiendo por qué, de un tiempo a esta parte, han ganado mercado tipos que alardean de tan pocas dotas interpretativa. Sé que alguien dirá “¿y Sabina?”, bueno, Sabina tiene algunos raptos poéticos que le otorgan licencia para que cante. Pero ¡lluvia hacia arriba!
Por la tarde, era previsible, cayó un chaparrón de esos dignos de tomarle fotografías, tanto así que me quedé asomado a la ventana un buen rato, quizá más de media hora –esta vez la dirección del viento favorecía mi condición de espectador.
La lluvia, quizá tratando de contrariar al magro poeta antes referido, caía con violencia sobre el pavimento y daba un repique nada desdeñable, lo que, articulado con las frecuentes ráfagas de viento del sur, se conjugaba en una especie de procesión con todo y bullicio, que rauda marchaba hacia el bajo, hacia el centro de la ciudad, como hacen los negros cada vez que boca sale campeón.
Y abajo, en la vereda, una queja, y una queja a la queja: es sólo agua, nada más que agua.

22.1.07

Alguien para vos

He vuelto a tener teléfono. Todavía no sé bien por qué lo hice, pero mucho me temo que haya cedido a presiones externas que, dilatadas en el tiempo, operaban en mí una sensación rayana con el fastidio.
Y ahora estamos juntos, pero no nos llevamos nada bien.
De pronto he pensando que se asemeja a una situación que todos hemos sufrido más de una vez en carne propia. Alguien, un amigo, un pariente, un comedido de los que nunca faltan, se arrima con la buena nueva de que tiene alguien para presentarnos. Aquí conviene hacer un punto. La gente, el resto de la gente, suele evangelizar la conveniencia de estar en pareja. O de pasarla bien. Y pasarla bien, se sabe, requiere de un otro que nos haga la gamba. No puede ser de otro modo. Poco importa que un declame el abultado tamaño de su vida interior o que apele a ese viejo dicho: el buey solo bien se lame (también conocido por buey solo bien salame). Hay que juntarse. Hay que entreverarse. Y si uno no está muy en la onda y necesita de un empujón, de un estímulo para la concreción del éxito, allí está ese sujeto que nos bate la justa: yo tengo alguien para vos.
Y a uno le entra la duda ¿qué será alguien para nos?
Interrogado que sea el sujeto, algo tendrá para decir.
A vos, por ejemplo, ¿no te gustan mucho los libros? (hagamos de cuenta que sí, que nos gustan muchos los libros, aunque más no sea como adorno), bueno, ella es fanática (a esta altura uno está al borde del llanto, a quién puede interesarle relacionarse con un fanático de alguna cosa), así como vos (ahí es donde comprobamos que él nos tiene por fanáticos). Yo creo que se van a llevar bárbaro (¿en serio?).
La médula del asunto es avivar la expectativa hasta llegar al extremo de que la oferta sea lo bastante tentadora y uno diga ma sí, total...
Y tampoco pequemos de modestos. Seguramente del otro lado de la cuerda suceden algo parecido: a la candidata le han hecho el mate, no importa que la desmesura de los elogios. Importa sólo que empujarla al ma sí, total... y a ese respecto vale todo.
De modo que llegado el momento de la presentación, la tensión está en las dos puntas de la cuerda. Hay nervios, sonrisas forzadas. Es evidente que ninguno de los dos es lo grato a la vista como para imponerse desde el vamos y el resto del encanto está fatalmente herido.
Hola, cómo va, así que te gusta leer, qué lees, ah, Soriano, sí, alguna cosa he leído de él, pero es un pecado de la adolescencia. Otra risita. Y sí, defectos tenemos todos, qué hacerle. En realidad sabemos bien que hay que hacer en estos casos, aunque en modo alguno lo haremos: hay que estrangular al responsable.
Más temprano que tarde uno se despide. Quizá, y por exceso de cortesía en legítima defensa, uno prometerá futuros reencuentros, más chispa que esta, porque después de todo ha sido un mal día. Hay la depresión de los días impares o la resaca o simplemente la lucidez estuvo trabajando a reglamento, pero esa próxima vez, si es que hay próxima, será con todo.
Algo así me pasó con el teléfono. Y me sigue pasando. No nos hemos querido desde el vamos. No sé cómo entrarle. Me quedo sin batería. O sin crédito. O cuando me llaman, no me encuentran, porque soy de esos que no llevan el teléfono a todas partes. O incluso peor: soy de esos que tienen el teléfono en la mesita de noche y muy de vez en cuando me acerco a ver si hay algún mensaje, una llamada perdida, un resto de algo que pudo ser y no ha sido por propia negligencia.
En fin, alguien me dirá que el aparato es muy útil, que sirve para estar comunicado, y yo no le diré que no me da mucho la gana estar comunicado. Pero si no tenés ganas lo apagás, pero para qué quiero teléfono si lo voy a tener apagado.
Al final, por mucha defensa que uno interponga, esta gente se sale con la suya. Pero no hay caso. Entre nosotros no hubo ni habrá nunca amor. Lo supe desde el primer día. Lo supe incluso desde antes porque yo ya tuve teléfono. Sólo que ahora recuerdo por qué es que me había desprendido de él.

Deakialli

Hay una cosa espantosa en esto de dejarlo todo escrito y archivado en la web: siempre hay alguien que puede reprocharnos alguna manifestación extemporánea o descontextualizada.

Hoy, por ejemplo, he dado con una cita mía, tomada de un post en un blog amigo, fechada dos años y pico atrás.

Afortunadamente puedo hacerme cargo de la frase que se me atribuye. Así que a modo de agradecimiento y saludo transoceánico, los invito a que conozcan a Deakialli DocuMental, el blog de Vanesa Barrero y Catuxa Seoane, que tratan de libros, bibliotecas, y esas cosas que tanto nos gustan.

21.1.07

Aprendí

Quemar libros es, se sabe, un acto de barbarie. Incluso peor que matar a un ser vivo.
Sin embargo, hay algo en la quema de libros que me parece fascinante: ¿cómo es que puede quemarse el papel prieto de un volumen, de muchos volúmenes?
Yo lo supe a temprana edad. No recuerdo cuándo sucedió, pero por razones de espacio o desidia o alguna otra que ahora se me escapa, me dispuse a quemar un año entero de labores. Nadie se alarme: eran mis carpetas de la escuela. Había allí algunas calificaciones lamentables, como cuando no pude dibujar un pentágono por falta de compás. Acaso quise olvidar el mal trago que me arrancó del podio de los mejores de mi clase.
Lo malo, es decir lo peor en todo esto, es que habían unas cartas nunca enviadas a la chica que por ese entonces me gustaba. El fuego abrasador no dio cuenta de ellas sino el viento que llevó esas hojas a otros patios. Al de Gina y sus hermanos, por ejemplo.
Gina no era gran cosa, pero se destacaba por ser la chica de mi edad que me hubiese correspondido querer por cuestiones de vecindad. Yo no la quería. Nunca la quise, pese a que tenía la sonrisa con más dientes que yo jamás haya visto y unos tempranos pechos que hoy, a no dudarlo, me subyugarían.
Cuánto hubiese dado por que esas hojas hubiesen sido devoradas por el fuego, pero es tan arduo quemar el papel cuando se amontona que en algún sitio esas cartas existen y sabe dios cuán arrepentido estoy de ellas. No por Gina que, como he dicho antes, nunca me llamó demasiado la atención, sino por el escarnio al que fui sometido en mi cobardía.
Mejor hubiese sido que las cartas llegasen a su puerto y que mi amada de entonces supiera de mi afán, que me ignore, que me desprecie, o que me quiera, lo que fuera mi mérito, y no la pesadilla que sobrevino después, cuando todo el mundo supo de mi sentir callado.

19.1.07

mediobesar

Poco insomnio para tanta elucubración, te juro, con un poco de paciencia pueden hacerse muchas cosas, pero del abanico de posibilidades que se abre, yo elijo la descomposición. Me gusta menos dormir que ese instante previo en que yo empieza a irse. Recostado sobre mi flanco izquierdo, los ojos suavemente cerrados, una mano prieta en su hermana que flanquea el ombligo y todo el resto silencio, excepto las paredes, una y otra cerquísima, el todo rugor besando mi nariz y el crecer palma de mano con dedo sin uña, fuera de toda mesura el roce, primero brusco ataque defensa repliegue, descubrires de no antagonismo sino confluencia de magias diversas en pared de uña porosa en grueso filo a siniestra, indecible tacto que sabe a precipicio, ardor en las tripas de tres días sin fumar es esta mi barba la conozco de una vida reciente que terminó cabeza abajo en el andamio y el fino a medio hacer, andarás los caminos de cabeza, alguien me habla al oído, se desvanece, crece en la piel, en secreto llama a los dolores por su nombre y a los amores por su apodo por qué los cerquísima no aprendieron nada de mapas, caramba, ya es de nuevo la fresca me besa los pies y no deja de hacerlo por mucho que le pida y me arrodille y me atobille y me atolone, de suerte que soy un medio a la deriva y otro suelto que pone de rodillas y de tobillos y de talones al viento, tipo raro entre nosotros, se dice libre y es el más viejo de los convictos en este vaso de agua de paredes rugosas volitando qué hemos de ser cada quien embargada su parte del colchón, el yo a medio besar la pared

18.1.07

Vacío

Nada hay más aterrador que las cuentas sin movimiento. Esa cosa de volver a ver ese saldo, ya amigo de una instancia del propio ser. Debería pensarlo un poco más, pero en principio creo que hay un compartimento de la memoria que se aboca a este tipo de cosas. Quiero decir: veo "muebles y útiles, 3.169,81" y digo la puta madre, ya está todo amortizado, mientras no demos nada de baja -porque de comprar algo ni noticias- este número no va a moverse, y no es que me pase la vida repitiendo: muebles y útiles treinta y uno sesenta y nueve con ochenta y uno, sino que es el dibujo de ese número en letra arial 12 (separador de miles, claro, y dos decimales), que duele como un tatuaje. No hubo movimientos durante el ejercicio. ¿Estaremos así, de verdad tan quietos? ¿O nos habremos muerto junto a los muebles (que ya no se mueven) y útiles (que ya no sirven)?

17.1.07

Otros platos de sopa

De grande, sus dientes se hicieron más feos.

Un día yo viajé, vacaciones, algo por el estilo, y a la vuelta no me dieron ganas de cruzar la calle al trote, tantear si la puerta de la cocina estaba abierta, o sino llamarla por su nombre con un grito o dos, y que ella apareciese, un poco despeinada, enseñando losdientes que no me gustaba ver, y un beso en la mejilla, que tan buenos amigos siempre habíamos sido.

No me ocurrió pensar en que no había traspuesto ese límite sino hasta mucho tiempo después. Ya era verano. Había empezado a lenta y prolijamente a construir mi yo literario. Leía libros en la biblioteca. Si me gustaban, volvía a leerlos, ahora más rápido. Si me gustaban mucho, me los quedaba. En ese tiempo era más sencillo meter lo que a uno le gustaba en la mochila de la escuela. A quién le pasaría por la cabeza que un chico de mi edad cometiera estas tropelías. De última, siempre creí que el sueño de todo bibliotecario era forjar lectores, no importaba a qué precio. Incluso a riesgo de perder ese capital sagrado.

Los enemigos eran muy otros: los que llenaban de ruido la sala de lectura. Rayaban los libros. O los mutilaban.

Me gustó pensar que ya era grande y ella apenas una niña, pero mi padre, de tarde en tarde, me recordaba que me faltaban tomar muchos platos de sopa todavía, antes de ser grande. Yo, de puro rebelde, creía que me harían grande los libros y no los platos de sopa, así que me la pasaba la mayor parte de mi tiempo libre enclaustrado en mi cuarto leyendo, pensando en alguna cosa. O en ninguna, que era incluso mucho mejor.

Y al poco tiempo ella tuvo un crío. Alguien me lo contó. Pensó que podría interesarme.

16.1.07

Yo no me río

Por ahí fue otra y la niego. Quién sabe. Tenía dientes feos. Le gustaba mucho reírse. Se reía de las cosas que yo decía y volvía a enseñar sus dientes feos y éramos tan chicos que hasta tengo muy presente a sus hermanos, los mellizos, que cada tanto me reprendían por los excesos que yo cometía en legítima exploración amistosa.

Creo que siempre les tuve miedo. Que alguna vez, por alguna razón que ya nunca recordaré, me persiguieron cuadras y cuadras hasta que me alcanzaron. Ellos eran dos y yo siempre he sido uno y de a ratos no vieran lo cobarde, pero creo que en esa cobardía residía algo de sano juicio. Uno es menos que dos. Uno se cansa antes que dos. Uno, a la hora de decidir, tiene un segundo más que los dos, pero con los pies cansados de correr, caminar, saltar tapias y gambetear perros, quién puede hacer gala de estratega.

Les tenía miedo, sí, pero ella tenía feos dientes. Yo era bastante tonto y creía que los dientes torcidos eran una cosa contagiosa. Así que apenas se me aflojaba un diente de leche, empezaba a darle y darle, con el dedo, con la lengua, hasta que lo dejaba a punto. A papá eso no le gustaba nada. Me decía que iba a crecer con los dedos torcidos y al menos en eso no le ha faltado razón.

No pudo saber que yo fumaría del modo en que lo hago y que el tiempo le daría a mis dientes torcidos un color amarillento bastante feo de ver. Un color que no se cura con nada. Un color que me obliga retacear la sonrisa.

Cuando pienso que cada vez me río menos y me pasa por la cabeza que todo pueda ser culpa de los dientes amarillos del tabaco, me da por echar de menos a aquella que hubiese sido mi primera novia si no fuera por sus dientes torcidos y sus ganas de echarse a reír por las tonterías que entonces decía.

Todavía digo tonterías, pero mirame bien: yo no me río.

La mano derecha de Fontanarrosa

Copio y pego lo que Piro toma de la revista viva de este domingo:
Finalmente, la mano derecha claudicó. Ya no responde, como antaño, a lo que dicta la mente. Por lo tanto, e independientemente de que yo siga intentando reanimarla, me veo en la necesidad de recurrir a alguno de los muchos excelentes dibujantes y amigos que tengo para que pongan en imágenes mis textos. En Viva, hay dos frentes a cubrir: el chiste unitario quincenal y la página de Inodoro Pereyra, que se alternan. Hoy presentamos, acá, en la página siguiente, la propuesta para el chiste quincenal. Nadie mejor en este caso, a mi juicio, para graficar mis ideas, que el Negro Crist. Porque lo conozco desde hace más de 30 años, porque somos como hermanos y porque dibuja en blanco y negro o a color, mucho pero mucho mejor que yo. Siempre admiré su virtuosismo y hoy me alegra poder aprovecharme de él y lucirme de esa forma. Lo de Inodoro Pereyra es más complejo. Pero creemos estar cerca de una solución a través de un dibujante cercano a mi estilo. No digo igual, porque el intento de lograr un clon limitaría muchísimo la creatividad del ilustrador. Vale este informe a los lectores para que no se sorprendan al advertir que he mejorado notablemente la calidad de mis trazos y de mis colores. Nos estamos viendo. Negro Fontanarrosa.
Desde que supe, por algún otro blog, que Fontanarrosa había llegado a estas instancias, me embargó una tristeza enorme. A pesar de haberme divertido mucho con sus cuentos, no creo que sea más que un buen escritor, y eso siempre se agradece. Lo que no tiene precio es su obra como dibujante: Inodoro, Boogie y tantas viñetas para la ocasión. Porque, después de todo, podría seguir dictándole cuentos a un software que hace las veces de mecanógrafa, pero ya no volverá a dibujar y eso es un guadañazo tremendo.
Sinceramente, lo esperaba. Sabía que iba a suceder en algún momento y me limitaba a desear que ese momento demore todo lo posible. Que pueda seguir en lo suyo, que es una manera de ponernos a nosotros en lo nuestro y no nos matemos por taparlo de premios sólo porque ahora es un disminuido físico.
El Negro Fontanarrosa nunca será un gran escritor, él lo sabe bien. Por eso es tan sencillo, como a mí me gusta que sean mis amigos.

Un día de la lealtad

Yo preferiría recordar con precisión el nombre de cada uno de los personajes de Los autos locos, mi dibujito predilecto allá lejos y hace tiempo. Sin embargo apenas recuerdo sin esfuerzo a Penélope Glamour y al perro Patán. Del resto conservo una vaga imagen que basta para que consulte a google y me dé cuenta de cuando me dan gato por liebre.

A cambio, todavía recuerdo que me gustaba una niña de piernas muy blancas a la que le he otorgado el título nobiliario de primera novia, aunque bien sé que exagero, que sólo apelo a la idea de primera novia infantil para no sentirme del todo guacho. Engendro a mis precursores, escribo mi propia Historia.

Había nacido, y esto lo recuerdo mejor que nada, el día en que se conmemoraba el centésimo vigésimo quinto aniversario de la muerte de Chopin. Yo era una criatura, mal podría saber a ciencia cierta quién era Chopin ni prever que con el tiempo iba a ser uno de mis favoritos, pero me gustaba la idea de decir shopán y vincular una muerte con un nacimiento a partir de una sencilla cuenta: cinco al cubo. Una maravilla.

Comprenderán entonces mis amigos, y si no lo hacen ya no es asunto que me competa, que recuerdo muy pocas fechas de cumpleaños, en general lejanas, de gente que lleva ya mucho tiempo fuera de mi vida.

Y así con todo.

No llevo agenda. Tuve alguna y la perdí. Tuve otra y no la paciencia de recabar todos los datos que requería para su alimentación. Uso la memoria. Me acuerdo de dos o tres teléfonos que necesito en grado sumo y poco más. No tengo verguenza de olvidar un aniversario ni una dirección. No me aflige la incomunicación. Sé que cuando necesite acordarme de algo que me importe mucho mi luz alumbrará el camino.

Antes usaba lector de feed, bloglines. Me cansé de bloglines. Probé netvibes. Me pareció pésimo. Probé google reader. Es el mejor pero no termina de gustarme. He vuelto a la navegación artesanal, a decir por ejemplo "ultimasdebabel", que es mejor que wimbledon, pla-za-cons-ti-tución punto won-der, no, punto car-ton-land, guain and rouses como pan y queso, ka-put con dos te y les cuento que no es mal ejercicio.

13.1.07

Pero claro que te clavo la sombrilla

Este blog también adhiere a la campaña Cucurto director de la Biblioteca Nacional.

12.1.07

Y el otro

Hace un rato nada más, me encontré exponiéndole a una amiga las peripecias que suponen un viaje hasta aquí. No crean que son muchas. Ni siquiera son muy importantes. A alguna gente le causa más escozor que otra. Yo soy de esos. Los del escozor, quiero decir.
Una única parada. Espera. Transbordo. Hacer fila para retirar el equipaje y al rato una nueva para despacharlo y en el medio dar con el gesto del muchacho de camiseta colorada que pregunta algo, por ejemplo: "A Mar del Plata?", pero uno no va a Mar del Plata, ni es idiota ni lleva camiseta colorada y le dice "pero, che, este es el 147; se anuncia a Bariloche". Y él "disculpá es que estoy mareado". Uno debería ir lo bastante equipado como para meter la mano en el bolsillo y encontrar un geniol, una aspirina, una pastilla de mentol, pero nada, nada de nada, ni cigarrillos, entonces deja pasar la ocasión de humillarlo, le entrega el equipaje, recibe a cambio un papel exiguo y con sumo cuidado lo echa al bolsillo de la campera, sabiendo que al menor descuido adiós, equipaje, adiós, porque el seguro paga una suma miserable.
Pero no vayan a creer que uno es de esos tipos que humillan porque sí. Nada de eso, señores. Si por un instante cruza por mi cabeza la idea de hacerle pasar un mal momento al muchacho de camiseta colorada que despacha el equipaje, es en plan de venganza y eso no puedo evitarlo. Un rato antes, una hora y media o dos, hubo otro, que no éste mismo, porque este es rubio y al otro lo recuerdo como un pibe morocho, crespo, con pinta de necesitar angustiosamente de mi propina, que me obsequió un mal momento a mí, y todo por gentileza de la casa. Hay decenas de maletas en la bodega. Piensen un momento en esto: maletas en una bodega. Cuál es el color predominante. Pues el negro, está claro. Entonces si un tonto como yo, que en una situación normal, digamos de pie, o en casa, en ronda de amigos, me jactaría incluso de ir contracorriente y por haberme comprado una maleta flor y flor, de un color azul oscuro personalísimo, casi negro, en fin, comprenderán que cuando el muchacho me mira y levantado la pera y sin decirlo me dice Usted, yo me incorporo un poco adentrando algo de mi cabeza en la oscura bodega y sin atisbar a tener noticia alguna de mi maleta le digo: es una valija mediana, color azul oscuro, el muchacho se de vuelta y sonriendo me sobre: no me diga!
Pero fuera de eso, no hay mayores peripecias. Esa es la única parada, pero en realidad lo digo pensando en mí, que soy el único que viene a este sitio. No hay transbordo sino que soy yo el que se embarca en otro colectivo. Hay una hora y media o dos entre uno y otro. Escrito parece poco. Sólo por escrito parece poco. Las dos mitades de mi viaje, que no son perfectas mitades, miden dos horas y cinco horas. Las dos horas son muy largas. Las cinco, creo, constituyen el peor viaje que pueda ocurrirle a nadie en el mundo. Son cinco horas de la nada más absoluta, cuando la nada es esa mata de color casi tierra.
Me rescata la lectura.
O el sueño.
Si no puedo dormir, tengo Memorias de Adriano, pero ahora que lo escribo me parece que es mucha lírica para un colectivo. La alternativa es Mark Twain, que, para serles sincero, nunca me ha caído del todo bien.

Un pie en el estribo y otro

Como si lo hubiera invocado, el viento no ha dejado de llamar a la puerta (y a las ventanas, a los árboles, a los desprevenidos transeuntes de la calle principal) y en algo me siento culpable de eso. Por lo demás, se está muy bien en el hotelito que me ha tocado para esta ocasión, salvo los niños que corretean de aquí para allá y pronuncian a voz en cuello dictamen sobre todo cuanto los rodea y de vez en cuando la viejita que los llama al orden: chicos, che, que hay gente que está durmiendo. Por ejemplo yo, aunque es notorio que ya no estoy durmiendo, ya me he despertado y aunque no son más que las cinco o seis de la tarde, el cielo encapotado que viene a dar del patio interno a mi ventana es una invitación a la noche, al insomnio, a mirar por un buen rato el techo imaginándome que tengo algo lindo para escribir. Algo. Algo lindo. Algo para escribir, pero no, pero no un poco porque ando algo escaso de mobiliario y temo castigar demasiado las cervicales si hago de la mesita de noche mi pupitre y un poco porque, además, nada ha sido tan interesante como para meterme a ese esfuerzo. O sí. Sí desde hace un rato, que Pancho me ha contado la tragedia de su vida, la pulmonía que ha hecho de él un cuerpo que necesita en casa un tubo de oxígeno
140 pesos el alquiler mensual
no me lo quieren vender
60 pesos la recarga
lo pagan mis hijos
una vez cada uno
y yo que intento alentarlo, porque después de todo puede ganarse todavía el mango, aunque esté viejo y cansado y no es carga mayor para sus hijos salvo por esa pequeña suma que demanda todos los meses, y todo podría ser peor. Pienso, por ejemplo, en la factura que esta región le pasa a los huesos cuando uno pasa la cincuentena y el reumatismo, el nervio ciático, y la bendita obra social que no da los remedios, y todos mis paisanos del valle enfermos de cáncer, y me doy cuenta que eso de que uno camine tres cuadras y se sienta algo agitado no es gran cosa.
El asiente y me cuenta de sus trabajos en Río Mayo, una buena temporada, tres años, y ya un buen número de animales, unos sesenta, que después se hacen una chacra, y una chacra puede cambiarse pelo a pelo por una casa
la casita donde vivo ahora
aunque eso del todo no alcance, porque uno, aunque puede hacer casi la vida que quiere, es un bicho solo
hace once años me dejó mi mujer
veintitrés años estuvimos casados
pero eso no es nada tampoco, los viejos cuando viejos son más mañeros, y ni te digo con las enfermedades y la plata que no alcanza, pero por suerte ya le queda poco para jubilarse, aunque no sé hasta que punto sea buena cosa jubilarse. En un sitio como este, donde los sueldos son tan magros, a mí me da un frío en la espalda cada vez que me pongo a pensar que la jubilación es incluso menos, y además no venir cada día a trabajar, a cebarle unos mates a un fulano y a otro, a charlar de fútbol o de política, siempre apasionadamente, como han de enfrentarse esas cosas. Suena a merma. Suena también a estar pagando las últimas cuotas de esto, y sentirlo casi propio, pagado con usura, pero tan cerca que casi se siente el roce a los dedos, y dan tantas ganas de agarrarlo y meterlo en un puño que uno se ahoga, le falta el aire y se remonta al año setenta y dos
antes de la pulmonía empecé a fumar
todo fue una tragedia de esas que se ven sólo en las películas y en la tapa de los diarios sensacionalistas, un envenenamiento, nueve personas, una familia completa
fue la harina, eso dijeron los médicos, los que analizaron eso
y después me cuenta como vivió esos meses, como empeñó el camioncito cisterna para pagar los gastos de la cochería de Jones
a los dos meses papá murió de tristeza
y en vez de darle un abrazo, de tomar nota de su historia porque de verdad que vale la pena y ahora me estoy guardando detalles, me entran deseos de prender un pucho, de ahogarme yo mismo en el humo azul del tabaco y de sostener la mano diciendo chau, hasta pronto y muchas gracias por todo.

10.1.07

Tierra cuando vuela

Alguien pregunta (¿seré yo, maestro?) cuál es la razón para publicar esos retazos como el anterior, evidentemente redactados de un tirón y desde la mismísima caja de texto de blogger. No sé, como tantas cosas, no sé por qué lo hago, pero si de apurar una respuesta se trata (a veces ese es todo el truco: tener a mano una respuesta por si las moscas a alguno se le ocurre preguntar), ocurre que me remonto a lo remoto, a mis tiempos de escolar. Quizá no yo, porque siempre fui uno de los mejores de la clase, pero sí el resto, la mayoría, de puro escolares nomás, o de ansiosos, que es casi la misma cosa (acabo de leer a Yourcenar algo así como “un niño siempre lo espera todo” y, a falta de libreta, también lo apunto por primerísimavez aquí), y los evoco a todos rodeando a un par, y de ese par uno ligeramente encogido y el otro utilizándolo como pupitre, no a todo el uno sino sólo a su espalda, como si el cuerpo humano pudiera ser útil como elemento sólido. Pamplinas. La letra sale movida. No hay parte del cuerpo tan sólida y tan llana como para aventurarse a tamaña empresa. Y no me vengan a mí con eso de “escrito en el cuerpo”, que lo único que dura mucho tiempo escrito en el cuerpo son las huellas del tiempo, que no las anotaciones que uno mismo se practica, por sí o por interpósita persona. Tampoco cuentan los tatuajes. Habría que tomar medidas con aquél que se permite semejante profanación. Es como si uno, de buenas a primeras, recibiera por herencia un palacio inmaculado, y acaso por no tener la justa medida de lo que vale, no invirtiese en los cuidados mínimos, y no sólo eso, que puede llamarse desidia sino, un poco más allá, tomara el lujo de escribir en las paredes grafitos indelebles. ¡Sacrílegos!

En fin, quería contarles, ahora también desde la caja de texto de blogger, escrito a casi a vuelapluma, que nada más hace un rato, cuando venía para acá, en una de las santísimas calles de tierra de este pueblo (no sé en verdad si tiene pavimentadas mucho más que dos o tres), he visto al viento juguetear con la tierra suelta, levantar una pequeña polvareda y describir círculos tan perfectos que yo no podría, ni ustedes tampoco, ni con el más preciso de los compases, hacer un dibujo parecido. Había que ver que precisión, si hasta parecía que los dedos del creador simulaban ser las piernas de una bailarina clásica y hasta la más pequeña mota de polvo, por él guiadas, lucían de un modo que, por seguir allá en los campos de mi infancia, me recordó también, por qué no, a los firuletes que podría hacer un mago con su capa. Y yo, que no tengo una cámara de fotos, me veo en la obligación, lo siento así, de dejar testimonio del prodigio, no porque valga mucho, sino porque sí, porque me sale, porque secretamente sé que aunque poseyera una cámara fotográfica sería incapaz de tomar de la escena su esencia. Ni con una filmadora. Porque lo que vale, mis queridos amigos, es el envolvente y casi asfixiante encanto del olor a la tierra cuando vuela.

8.1.07

Antes de llegar

De apuro, sin demasiado a pensarlo, como si todo el mudno supiese que no estoy muy seguro de lo que hago y por ende cada segundo fuese concebido para aumentar mi duda, para decir a un momento sí y al poco rato no y no haber mentido ninguna de las veces.
Junto los bártulos, un poco contento de que esta vez sean menos, y me siento a esperar. A esperar que no duela mucho. A esperar que me guste.
Y el viaje fue el mismo tumulto que es siempre, agravado por el calor de la época y la multitud que se agolpa en cada parada para subir, para empujar a su vecino de asiento, para pedirle permiso para ir al baño, y los equipajes manoseados y tratados como si fuera no sé qué mercancía blindada, incapaz de romperse a manos de ese ejército de jovencitos de remera colorada, que no se quedan cortos a la hora de pedir una moneda y de las gordas, pero después acomodarán la maleta en el punto opuesto a la abertura de la bodega.
Unos niños que gritan y sus gritos son las únicas voces que pueden oírse en castellano. Oigo el murmullo y trato de adivinarlos. Ingleses, alemanes, franceses. Me desconciertan un joven y sus dos amigas, lesbianas ellas, vecinos a mi butaca, que balbucean una lengua imposible. Al voltearse el joven hacia mí veo en su remera la bandera griega y me entusiasmo, porque creo que no hay país en la tierra que me interese más conocer que Grecia, y queda tan lejos, como lejana a él, a ellos, estará la patagonia, esta inmensidad que no mengua ante el disparo de sus cámaras.
Me gusta mucho oírlos, pero claro que con lo lindas que son las chicas y con la prodigalidad que destinan a mimosear en las cinco horas que dura este tramo, se ha hecho un poco difícil comprobar si en verdad hablan en griego, algo que en verdad nunca podría aseverar, o si se trata de una lengua más cercana, hasta que dejo de mirarlas y escucho a una que ya sólo faltan treinta kilómetros, y mejor parar allí, más encontrar dónde pasar la noche.
Son de un Brasil muy extraño a mí.
Y luego, también vecinas mías, cuatro jovencitas, todas menores de veinte, estoy seguro, sus culitos todavía no del todo maduros, esas ganas de reírse a carcajadas jugando al viejo y querido ahorcado, tomando como enigma a resolver el nombre de lugares por los que anduvieron y todo el desconcierto sobre mí cuando les oigo nombrar las letras como bi, el, quiu, pero también a, o, chi.
Nunca sabré de dónde eran, pero qué hermosas.
Y también las noches de calor en la meseta.

4.1.07

Lejos tan cerca

Papá no leyó a Bataille, pero tiene encima una cosa así de contar las historias como si las hubiese contado siempre, al menos eso fue lo que yo oí durante años, las primeras veces riendo, llorando, y con creciente apatía después. El siempre habló mirándome a la cara pero entiendo que la historia no era ya para mí sino para mis hermanos, acaso un poco menos permeables que yo a la literatura oral, y por tanto campo fértil para venir con la misma semilla que por ser usada año tras año no pierde la esperanza de germinar, de multiplicarse.

La culpa es mía. En realidad soy yo el que debería oír lo que cuenta como si fuera la primera vez. Detenerme en cada detalle, no sea cosa que un día no lo tenga más y me toque en gracia ocupar su sitio en la mesa y dirigirme a mis hermanos, a mis hijos, a los hijos de la mujer que amo para decirles algo así.

Vos sabés, querido, este flaco tuerto me recuerda a otro tipo, también abogado, que llegó al pueblo allá por el setentaytantos. Tenía un solo saco, te juro, y ese saco tenía el ruedo descosido, me acuerdo como si fuera ayer. Se metió con los gremios. Se cansó de ganarle juicios a la empresa, total el estado siempre paga, tarda un poco, tarda mucho, pero paga, y si tarda, paga con intereses.

Y vos sabés, querido, la inflación, siempre la inflación, los intereses por las nubes, y este abogado del que te hablo, un experto en usura, al poco tiempo puso una inmobiliaria, se hizo prestamista, además de que tenía un estudio a todo culo y, habrás visto, a media cuadra de la plaza una mansión, eso al par de años, porque al principio tenía una piecita sola, y la dividía con un biombo, creelo, y no comía otra cosa que sánguches de mortadela, me contó el viejo Arrúa, ahí les sacaba fiado.

Yo en esa época trabajaba en la construcción. De los milicos podrán decir cualquier cosa, pero qué manera de levantar barrios, el hospital ese que ahora mismo está en ruinas, las escuelas. Vieras la cantidad de trabajo que había, y lo que pagaban, porque todavía no había mucha mano de obra y los patrones tenían que echarse con lo que el gremio pidiese. Doscientos por día por cabeza, ponelo, y eran doscientos, y las quincenas siempre eran quincenas, y venían gordas y puntuales.

Un día que nos llaman de otra obra, y vamos, vamos todos, treintaypico de muchachos, después nos dicen en el gremio que hay una guita que nos deben, que nos corresponde, te juro que me daba por bien pago, pero si era guita nuestra yo pensé que había que decir que sí, a ver si perjudicaba a alguno de los compañeros, lo vimos al abogado, y te juro, y ya lo sabíamos, eran 45 palos de los viejos, lo que a valores de hoy sería..., bueno, no sé, vos estás más canchero con los números.

Firmamos lo que había que firmar y al tiempo nos llaman de Viedma. Había que ir a cobrar. Eran diez palos taca taca. Yo pensé que era una broma de mal gusto, eso no era lo que habíamos hablado, entonces me dicen de viajar y yo digo que no, que tengo otras cosas que hacer, que me están pagando bien, que no, que me quedo, pero al final aflojo, porque me dio un poco de miedo que faltando uno no les diera por no pagarles al resto, y eran treintaypico.

Fuimos, ahí estaba el abogado, la guita taca taca, firmame, que acá que allá, nueve palos eran. Al patán lo dejabas un rato con la plata y se tentaba, por eso ahora que el señorito está tan metido en la política y habla de los derechos humanos a mí se me revuelve el estómago, porque esta me la hizo a mí, pero siempre hacía lo mismo, no sé a cuántos les habrá sacado el pan de la boca. Antes de firmar le hice un escándalo, grité, dije alguna guarangada, y mis compañeros me chistaban, querían que me calle, no fuera cosa que nos quedáramos sin los nueve palos.

2.1.07

Pero, ¿por qué te has ido de mi vida, muchacha?

Una de las bondades de tener un diario íntimo -un blog en realidad, pero para los cronistas una cosa es más o menos igual a la otra- es que ahora puedo anotar que acabo de terminar de leer La conjura de los necios, y lo digo casi en carne viva, para una cierta posteridad. Sé que de todos modos lo que diga ahora mismo, en caliente, será insuficiente, pero intentaré ser tan gráfico como pueda.

El calor de estos días es terrible. Dan ganas de hacer poco y nada que no sea leer en la cama, lo más lejos posible de los rayos del sol y en efecto eso es lo que me disponía a hacer. Acaso antes haya intentado hacer algo más productivo por la higiene de mi hogar, pero depuse tan rápido mi actitud que la mención deviene trivial.

Tomé el libro Memorias de Adriano, flamante, todavía dentro de la bolsa que denunciaba los once pesos noventa que clarín está cobrando los "libros del verano". Rompí el envoltorio. Leí "Querido Marcos" y a continuación la larga enumeración de padeceres de un líder caído en desgracia. Me quedé pensando que bastaba cambiar el nombre del médico, la edad del líder, y ubicarlo en Cuba en lugar de Roma y..., en fin, lo dejé.

Y ahora que un poco nos hemo hecho a la costumbre de tiranos y patíbulos me dije: querido Toole, mucho te he querido todo este tiempo pero te llegó la hora. Me quedarían unas cincuenta páginas. Era la eclosión.

En fin, gocé mucho con este tramo, quizá un poco menos que antes, tal vez hubiera menos pinceladas de humor, no sé bien, pero creo que la verdad de todo es que yo estaba triste a cuenta de lo que implicaba dar por terminado el libro. Ningún final me dejaría contento, lo sabía. Una alternativa era, aunque se me ocurrió bastante después, abandonarlo a falta de dos páginas, volver a él cuando apenas me quede un resto de vista o pedirle a alguien que me lo lea en mi lecho de muerte. No hay tantas cosas que pudieran hacerme así de feliz.

Sólo que, triste a cuenta, como venía contándoles, a la espera de la puñalada que acabe de una vez con todo esto, leo la frase que he dejado en el título y rompo a llorar. Me había pasado antes, pocas veces, pero nunca de un modo tan rotundo. Dejé el libro en la cama. Me puse a enjuagar una ropa que tenía lavando. Miré por la ventana a la gente mojando las veredas. Me recompuse un poco. Ya estaba preparado para el final.

Que otros pierdan su tiempo con Kafka. Yo prefiero quedarme acá.

Swatch

¿Cómo se llamaba ese tipo que decía que el tiempo es el latido del cosmos? Ya voy a acordarme, entretanto, y para ir ganando tiempo, compruebo que hoy es uno de esos días de insoportable verano oficinesco. La pila del reloj grabada en la pequeña mesopotamia de mi mano izquierda, por qué Tigris, Eufrates, por qué izquierda, reloj, si yo tanto no la quería como para llevar conmigo este tesoro marca fuego.

1.1.07

Felices aquí

Ya es primero de año, quién diría. En el cielo no hay ni un solo pájaro. El viento es impiadoso con los postigos. Hace tanto calor que apenas dan ganas de salir de la cama. El pan dulce que compré resultó un fiasco. Me quedé sin cerveza. Las doce campanadas, si las hubo en realidad, me encontraron durmiendo, acopiando las energías que este año me permitirán dar vuelta la taba.

Este año no vi casi películas. Tal es mi desprecio por el cine que sólo me aparté de mi rutina para ver dos películas. Lucía y el sexo, que no entendí bien de qué iba, pero caramba, qué puede decir uno de la belleza de Paz Vega. Y hace unos pocos días vi El gabinete del doctor Caligari. Tremenda. Como para que yo vuelva a plantearme las razones que oportunamente he tenido para repudiar al séptimo arte.

Muchos libros. Muchísimos y muy buenos, aunque todavía no alcance a formarme una rutina de lecturas que me satisfaga. Este fue el año en que me di a El pozo, Cuando ya no importe y El astillero de Onetti. Perdón por la formulación borgesiana, pero qué distintos seríamos si El astillero ocupase el lugar que tomó para sí la Rayuela de Cortázar. Yo he de amar una piedra de António Lobo Antunes, sin dudas lo mejor de la producción reciente en todo el globo. La conjura de los necios, que es tan extraordinaria que no puedo ni quiero terminarla. Me faltarán unas 50 páginas. Ignatius está ya contra las cuerdas. Y me dan ganas de suspender la acción allí mismo. Sólo tres capítulos Ulises, en la traducción de Salas Subirat, que es un auténtico ladrillo, pero cuando se deja leer es maravilloso. Spinosa según Deleuze, los relatos de Dylan Thomas, y yo qué sé cuántas cosas más.

Pero, y sobre todas las cosas, ahora porto el convencimento de que sólo es literatura la combustión que se produce cuando se encuentran un texto y su lector. Y es maravilloso que pueda decirlo hoy, dos días después de que kaputt fuese citado por el sumplemento cultural de clarín. Porque es linda la mención pero eso no cambia nada de lo que está escrito. A lo sumo abrirá la puerta a algún lector que no supo jamás de nuestro sitio. Sólo un editor de suplemento puede pensar que ser nombrado legitima. Falso de falsedad absoluta. Y tampoco es cierto lo que cuentan mis amigos de Puan: no todo es literario; pero nadie puede trazar el meridiano. Sólo una vez pude saber qué es lo que siente el otro en ese momento y fue algo parecido a un abismo.

Lo que quizá dicho de otro modo reverdece una vieja intuición: cualquiera sea el medio, en la medida que tenga lugar ese estímulo, y por la causa que fuese, no hay otra que repetir aquello que vi en la tapa de un libro que no leí: seamos felices mientras estemos aquí.

Un buen año para todos. ¡Salud! o, incluso mejor, como decimos aquí en Formosa, ¡salud y vino fresco!