Jade May Hoey

1974-2004

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5.10.05

Perros

Linares, su señora o alguno de sus hijos, estoy seguro, me odia, odio que me he ganado en buena ley, sin jamás dirigirle la palabra. Ni a él, que pocas veces se lo ve, ni a su señora que es por demás atractiva, ni a sus hijos, que la van de los chicos ricos de la cuadra, y lo bien que hacen. Yo digo que me odian. Sé que me odiarían si me vieran pasar a la madrugada por su vereda y echar la colilla todavía encendida del último parliament de ese día por entre las rejas, de modo que rebote con la puerta y quede allí, de plantón, como regalito para cuando recién se levanten. En realidad lo que yo pretendo es quemar esa casa y hasta ahora no he sido eficaz en mi intentona de encontrar material combustible como pista de aterrizaje para la colilla de mi parliament. Y también me imagino, no puedo verlo porque me levanto más temprano que ellos, tendrán una sirvienta que les barra la mugre que se junta frente a la puerta, inexplicablemente, por las noches. El viento suele ayudar. Con un poco de buena voluntad toda puerta que se precie se despierta tapada de polvillo. Tres días seguidos sin barrer y todo es una playa de fina arena blanca. Pero eso no es todo. También suelo dejar en su canasto mis bolsas de basura. No es que sean muchas, pero su hedor las magnifica. Estoy poco tiempo en casa, no es extraño que se junten tantas cosas echadas a perder, y la yerba del mate lavado, y las latas abiertas a punta de cuchillo, y el papel picado fino, los restos de tabaco, puf, todo es un asco. Tengo mi propio canasto como todos tienen uno en esta cuadra, pero a mí me gusta poner mi basura en el canasto de ellos. Es más bajito que el mío. Está más cerca de saciar la voracidad de los perros vagabundos que han aparecido últimamente. No vinieron solos. Alguien los trajo y yo sé quién es. Maldito nuevo vecino. Maldita la tristeza del perro que se trajo. Tal vez se pase todo el día solo. Tal vez lo hayan privado de un patio enorme. Quizá lo hayan arrancado de sus amigos. El caso es que se la pasa ladrando. En realidad ladra espaciadamente a intervalos irregulares. Su ladrido es lastimero, como si llorara. Cualquiera que no tenga el oído acostumbrado como yo lo tengo, pensaría que llora. No, ladra. Por las noches, quizá lo suelten. O tal vez sólo se acerque al enrejado y su queja atraiga a los otros perros, que le hacen un poco de fiesta, y qué fiesta sería ésta sin un buen banquete tomado del canasto de los Linares. Cuando vuelvo, pasado el mediodía, ya no queda ningún rastro de mi colilla encendida ni del banquete canino de la noche. Sólo un perro que ladra solo. Tal vez Linares odie al vecino nuevo y lo culpe de todos sus males. Quizá la que odie al vecino nuevo sea la sirvienta de Linares. Tal vez ella además odie a Linares, con lo cual el odio por el vecino nuevo sea apenas un odio subalterno, un producto lateral del yugo del trabajo malpago. Yo, sin embargo, no la odio. No le conozco la cara pero la imagino bajita, encorvada, con ropas humildes. Más odio a un vecino viejo que también tiene perro y lo suelta por las tardes. El perro, pipoón de libertad, lo primero que hace es levantar su pata frente a uno de los olmos que están frente a su casa, a pocos metros de la mía. Y mea. Yo vengo cansado del trabajo, lo veo, disfruto de esa ceremonia. Pero un día de estos que pasaron la ceremonia que tanto me gusta tuvo lugar ante la mirada de mi vecino viejo. Algo masculló. Me señalaba. Tal vez me reprochase que no hiciese nada por detener al perro que estaba dejando su mugre en la vereda, en la vereda de todos. Yo no tengo perro, le dije, y raudo me metí en mi casa.

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