Jade May Hoey

1974-2004

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29.11.04

trece años y un día

Sufro mucho cuando veo a un pibe que tiene la cara lastimada por haberse afeitado mal, ¿sabés?. Yo no tuve a nadie que me enseñe y las veces que me habré cortado hasta que al fin pude aprender que el secreto es hacerlo sin prisa y con la panza vacía. Solita la máquina recorre a tientas ese camino pero es estrictamente necesario pasar por ese período tan feo en que uno se lástima, son esas pequeñas lecciones que te da la vida a falta de mejor maestro. De poco sirve enojarse, mejor tomar debida cuenta de los errores para hacerse de un método y cuando te vas afirmando te das cuenta que afeitarse es una pavada en comparación con lo que está por venir. Con trece años la vida puede haber no comenzado y si es que ya ha comenzado es por culpa de esas desgracias como la que me pasó a mi vida, y con toda franqueza te lo digo y mírame a la cara, no se la deseo a nadie. Ni vos ni nadie tiene puta idea de lo que es crecer sin tener ese referente. Ya sé, ni me lo digas, que también a esos trece años es cuando empezás a tomarlo como parámetro de lo que no querés para tu vida, pero hasta en esa referencia, en ese capricho infantil de focalizar todos los dardos en el napio del viejo, hasta en eso, fijate, ese importante esa figura. Si uno tiene paciencia y aprende más temprano que tarde te das cuenta que lo que el viejo te da es lo mejor que puede darte. Está muy claro que en tantos casos eso no es lo que vos querés para vos, ni siquiera lo que necesitás, pero recién cuando estás en condición de ponerte en sus zapatos tenés algún elemento para juzgar con misericordia todo ese esfuerzo, y también es cierto que quizá nunca te llega ese momento y por ahí tenés treinta años y todavía actuás como un pendejo que todo lo hacer por llevarle la contra al padre, como si eso pudiera cambiar la única realidad inmutable, la única verdad que vale allá donde la quieras llevar, llámese Seúl, Cholila, Puerto Ordaz o Long Island. Lo único cierto es que a cada uno le toca aquello para lo que hizo méritos y hay que ser inteligente y a veces no alcanza, hijo. Ahora vení, que ese bigote que tenés es un asco y así no podés salir a la calle, y encima tan blanco como sos, la viva imagen de tu abuelo, y ese pelo lacio y finito, vos sí que nunca vas a salir de pobre, querido. Ahora te llegó la hora de que te afeites. De acá en más te van a empezar a pasar cosas importantes, esta es una de esas, que nunca te vas a olvidar.

26.11.04

aproximación a la costumbre

Me dice Adriana, y ella no suele decirme las cosas sólo para llenar esos huecos que median entre dos personas cuando no tienen nada importante que decirse, que un tipo que se pretende exitoso no ha de fijarse tanto en la minucia como yo lo hago, que es preferible que me aboque a pensar en asuntos elevados, que si bien no quitarán de mí este semblante de viudo tomado por sorpresa bien podría pasarme que las mieles de una empresa rentable se detengan ante mi arte, y ay de vos el día en que te toque en suerte externar ese genio que tenés en terapia intensiva, ay de vos y pobres de nosotras que no seremos dignas más que de lavarte los pies con perfume. Mejor me quedo en el molde y no le digo todo eso que estoy pensando porque me reputará loco de remate y en una de esas se entusiasme y me consiga un turno en lo de Helena, su amiga psicóloga, y yo que si algo no desprecio en la vida eso es una cita con una mujer que cuantimenos tenga la virtud de ser silenciosa allá me veo contándole esas tonterías que me tenían como espectador o protagonista cuando era un purrete sin prejuicios, un voluntarioso mediocampista de la archicampeona categoría 74 del club San Martín, el despeinado prodigio que en pocas palabras era ardidosamente capaz de taparle la jeta a las pacatas docentes de una modesta escuela de barrio, y eso que de la canción recién sonaban los primeros acordes y lo peor todavía no había sucedido: ni había sido cronista privilegiado de las últimas horas de Reyna Isabel ni me habían evocado las casi últimas palabras de Félix, el oftalmólogo de la calle Bahía Blanca que en sus ratos libres vendía bicicletas. Mejor no entrar en detalles y evitar decir que lo peor que pudo pasarme fue, ya crecido, adentrarme en la teoría de los ciclos o convencerme de que la ética y cualquier asunto son explicables bajo las leyes de la geometría. Mejor omitir el rencuentro con dios aquella vez que comencé a tomar ron en la temprana hora de una tarde calurosa de las que empapan la camisa. Más divertido es quedarme entre mis caprichos melindrosos, en mis preocupaciones de niño bien caído en desgracia y alegar que es preciso -casi diría urgente- juntarme con unas chirolas que me permitan comprarme un llavero y algo donde poner las monedas. No es que sea puntualmente obsesivo pero los tipos como yo, que sabemos de antemano que el mundo está en manos de una logia, solemos tentarnos por explicar la pobreza en el mero hecho de no contar con el herramental imprescindible para fomentar el ahorro y qué otra cosa puedo hacer si hoy en la mañana acabo de darme cuenta que uno de los rubros que desangran mi economía es el bolsillo derecho de mi pantalón de guerra, el que uso cuando no tengo ningún compromiso relevante por las tardes, es decir casi siempre, que ha sido vencido en su inútil resistencia por las repetidas punzadas de una llave que no conoce un mejor lugar donde guardarse, y esos reglamentos no escritos, que por esta vez y sólo por simplificar llamaremos costumbres han hecho el resto. Primero se caían las huérfanas monedas de diez centavos que por modestas que parezcan empiezan a cobrar relevancia cuando el mes viene doblando el codo, y pronto siguieron ese derrotero las monedas de veinticinco tan ostentosas ellas que también han preferido regalarse a la suerte de algún transeúnte, que las va recogiendo allí donde a mí se me caen, sin darme tiempo a reaccionar, quedándose con la huella metálica que dejo cuando salgo a caminar por las tardes, cuando no tengo mayores compromisos.

24.11.04

Aquellos eran domingos/3

I


A medida que la cerveza se asentaba en mis aposentos y el dolor de mi tobillo, o lo que fuera que parecía dolor allí debajo, comenzaba a darme una tregua, me dio por mirar las sillas del bar y me di cuenta que ya no eran las que habían sido y no pude evitarme una inquietud interna sin fundamento ni remedio.
En eso, y para mi suerte, pasó por la vereda una parejita, la única creo yo capaz de sacar a pasear su amor un domingo a estas horas en medio de un calor que avergonzaba a la mañana y la hacía pegajosa y mediodía.
-Yo alguna vez fui como ellos –dijo el Negro sin quitarle la vista a la creciente espuma de la cerveza recién servida-, lástima que a tiempo alcanzamos a avivarnos de que el amor es como el vino: uno lo siente eterno hasta que el vaso te dice basta y ay de quien ose contaminarlo con agua.
Sólo me molestó que fuera tan pausado y escondedor. Por lo demás, a mí me gustaba mucho escucharlo por aquello de que cuando uno escribe jamás le pasa nada bueno más que las historias que le cuentan, así es que me armé de un bloc imaginario, de tinta y de paciencia.

II


Entre los becarios de San Andrés muy de vez en cuanto germinan las solidaridades, mitad por esa tendencia a juntarse que tienen los iguales, mitad por el desprecio que te tienen aquellos cuyos padres oblan la cuota con religiosidad antes del día cinco de cada mes.
A Cristina sólo le faltaba la tesis para la Licenciatura. Yo prácticamente vivía en la biblioteca. No soportaba el departamento y además atendía una bibliotecaria que estaba más linda que levantarse a las doce del día. Cristina cargaba demasiadas ojeras y me tentó mi amabilidad el querer mostrarme como un caballero ante la bibliotecaria que, como es de suponer, no me dio ni tronco de pelota, ni ese día ni ningún otro. Sería casada o lesbiana, o las dos cosas juntas, aunque no es despreciable la suposición de que le fastidiaba la presencia de la baba que me nacía de la comisura cada vez que ella subía la escalerita para alcanzar el anaquel más alejado, ese que está más cerca de dios pero en realidad está reservado a la historia de las artes.
Cristina tal vez tendría ganas de hablar o quizá me había echado el ojo como yo a la bibliotecaria aunque con un poco más de éxito y antes de ponerme a pensar en la retirada ya la había invitado a un café menor donde se amuchaban los caretas con remeras del Che Guevara, que discutían sobre el plan económico de Sourrouille y bebían jugo Ades con una pasión digna de las mejores causas.

III


Sí, le escribí la tesis. Me llevó unos tres meses pero lo hice con el placer que ahora es tuyo y te lo envidio, ese de que se da cuando sentás a escribir de cualquier cosa y las palabras manan caudalosas no calienta lo poco entiendas o dejes de entender. En realidad poco importa si la excusa es buena como en este caso era el escote de ella y los intermedios en que nos debatíamos en interminables combates en la alfombra. Tan ocupado estaba yo en esos menesteres que nunca me detuve a pensar que el proyecto algún día acabaría y, en efecto, un día me puse la corbata y asistí al coloquio en que ella, completamente dueña de la situación, tan ella y tan yo en una sola boca imposible de callar, disertó acerca de la mediamorfosis y me rompí las manos aplaudiendo y después celebramos argentinos de impunidad y de excesos.

IV


No faltaría la ocasión para separarnos, eso lo supe desde siempre, pero actué como si el mundo pudiera acabarse en apenas un rato y no me importara. Y sí, previsiblemente o tal vez no, ella no quería saber nada de la comunicación social, que al cabo eso había sido apenas una coartada para tenerlo contento a su papá pero a decir verdad ella quería la vida sencilla que no se conoce en la zona norte y yo, por el contrario, quería vengar la suerte de mi viejo que se había pelado el culo trabajando y sin embargo jamás había tenido el premio de un techo digno, de ver a sus hijos bien vestidos y con la vida encarrilada. En fin. Si te digo que mis padres y los de ella habían encarado para acá al mismo tiempo te parecerá extraño que los destinos puedan bifurcarse con tanto descaro y que uno junten guita con pala y otros vivan una semana al mes y sobrevivan el resto, pero así han sido las cosas siempre y si me apurás te digo que no hay razón para que las cosas cambien justo ahora.

V


Cuando se volvió y yo me quedé allá con tres libros terminados, pugnando por conseguir el mínimo de atención que requiere un autor nuevito, sin uso, con la polenta que sólo se tiene antes de cumplir los treinta me convertí en una bola sin manija y la llamé no menos de ciento setenta veces para reprocharle que justo se iba cuando más la necesitaba, le imploraba que estuviera conmigo cuando me pintaba la brava al menos como compensación por lo que yo había hecho por ella alguna vez, al principio, y sin imaginar que aparecería la oportunidad de reclamarle algo a cambio.

VI


Hace no demasiado un amigo me pidió una mano porque estaba en una situación semejante: los crecimientos personales dentro de la pareja habían sido desparejos. El quería irse a Barcelona y de hecho había conseguido algo que le daría el aire para llevar su barquito al Mediterráneo y se ilusionaba con esas catedrales góticas que se ven en las postales y ella, en cambio, quería la casita humilde, los hijos, y cuando me lo contó se me partía el alma porque esa era mi historia, aquella que no podía evocar sin que el alma se me convirtiera en un moco lloricoso y tratando de socorrerlo me entendí a mí descorazonado y a Cristina con esa furia de querer abdicar al pedestal que le había levantado antes el éxito de su padre, ese mismo éxito que era el motor de mi vida aunque en grado de latencia ya que no tenía ni para comprarme un par de zapatos nuevos.

VII


Siguió hablando el Negro. Esas cosas tenía él. Cuando se le desanudaba la lengua era una catarata.

20.11.04

Alba y ocaso en Nubes Bajas

En cierta forma cada uno de los exiliados éramos las partes rrotas de un monstruo que había salido de su cueva para no volver.
La ocasión para cortar los lazos era alrededor de los dieciocho años, justo un momento antes de archivar para siempre la absoluta adolescencia. La esperanza de superar el destino menor que en desgracia había tocado a nuestros padres era a la universidad, convertirnos en personas graves, posiblemente doctores.
Uno de nosotros, Germán, se fue a mendoza detrás de un par de quimeras parecidas a las nuestras: las hilachas de un amor imposible y la promesa de plasmar el orgullo paterno en una graducación en una carrera de las grandes, pero las quimeras fueron granos de sal en el agua y pronto debió procurarse el resarcimiento en algún suburbio de la metrópoli cuyana y refugiarse en la súbita aparición de una nueva e impostergable vocación.
Ana, una de nuestras chicas, recibió el llamado del lugar que la vio nacer, otro suburbio, más próximo al río de la plata pero mucho menos glamoroso que mendoza. Cuando se despidió de Nubes bajas se procuró el olvido de una historieta de amor plagada de reconciliaciones. Chau Nubes, chau turco Salman, hola nostalgia de pueblito amado y perdido para siempre.
Se encontraron en alguna de esas vacaciones en común que nos inventábamos por ese capricho de excavar aquello que se ha comido la tierra, por tapar el sol con un dedo y decirnos que aun estábamos a tiempo de todo y que pronto algo nos juntaría de nuevo y esa vez sería la definitiva. Puras mentiras. Mentiras puras. Irse es para siempre y apenas si nos quedaba en común una memoria perecedera.
No me consta, pero es casi seguro que se habrán mirado con ojos irritados por la picazón del lagrimal y la vidriosidad de la mucha cerveza, como si se hubieran deseado desde siempre y toda la vida anterior no fuera más que una mera dilación propia de los cobardes que ya no eran: nadie volvió a verlos separados durante lo que duró esa semana que acabó en un domingo con el gusto salado de las vacaciones con fecha de vencimiento en una parada de colectivos chica para semejante cuadro.
El siguió enredado en su telaraña de mentiras a si mismo, creándose vocaciones que duraban lo que tardaba en armarse de una nueva excusa, casi a razón de una por cuartrimestre. Ella pasaba temas de Aretha Franklin y leía sus poemas para él en una radio de Vicente Lopez de esas que con un poco de suerte logran alcance barrial. Sus compañeros premiaban con elogio su desmedida inspiración y ella soñaba con que la modesta antena marcaba el camino a las palomas hasta allí donde su amado.
Al cabo de unos años se habían querido tanto ya que no les quedó otra alternativa que no fuera casarse y así lo hicieron en una ceremonia que en lo único que gambeteaba a la austeridad era en cantidad de ausencias. El padre de Ana les levantó un par de piecitas arriba de su propia casa porque los novios entre viaje y viaje no habían alcanzado a juntar una sola moneda.
Tuvieron un nene. Lo llamaron Federico, como García Lorca, como Chopin, como los atorrantes nombramos a los policías de la federal. Me cuentan que nunca han sido felices como antes en que se querían a distancia y a plazos. Es que hay amores que son peces de un río hecho de visitas breves y cartas lloradas cuando la inspiración marcha viento en popa.

19.11.04

La decadencia de la familia en Nubes Bajas

Nubes Bajas es uno de esos lugares pensados para el éxodo. Quien llega lo hace con la esperanza de poder marcharse a la primera de cambio, en cuantito se combinen un par de episodios afortunados que pongan al viento del lado de la popa. Nadie viene a quedarse y el que viene a quedarse se encarga de ocultarlo prolijamente.
El doctor Della Savia decía que dio con el pueblo durante unas vacaciones. A mitad de camino entre la vida civilizada y la mera vida resultaba imposible no chocar contra un pueblo cortado en dos por la ruta que une los dos extremos habitables del continente. El asma de su esposa lo había sentenciado a dejar la capital en busca de lugares menos húmedos, menos asfixiantes.
Uno de los muchachos de la estación de servicio le dio un poco de charla y cuando supo que estaba conversando con un médico no sabía si dar un salto de alegría o llamar a la policía para que lo detengan y lo encarcelen en el puesto sanitario.
Los médicos, que no son tan tontos como yo quisiera que fueran, saben que se asientan en un pueblo y al par de años son próceres que provocan en el populacho la misma devoción que los hechiceros en las tribus. Tal vez en el doctor recordó esa máxima que había oído tiempo atrás en los corredores de la Facultad en los tiempos que no era calvo y conservaba los aires del soltero codiciado.
El error eligió por él, o la tentación, o el puntapié de su señora. Lo cierto es que en el mes de marzo, entre los vítores de un grupo de colegiales, el olor a humo del un asado gigantesco llegó el camión de mudanzas y el doctor cambió el departamento de dos ambientes por una casita céntrica, con techo de tejas.
El clima acabó por sanar a su esposa. No se me ocurre que haya acaecido ningún milagro: sólo se escapó un poco del barullo. Los mellizos hicieron el resto. Fue una pena que crecieran y se mezclarán con los pibes del pueblo. Ella no pudo hacer lo mismo. La gente no era como ella y la soledad se le abalanzó como un sátiro en el medio de la noche.
El doctor empezó a participar activamente en la política. En un principio no era muy redituable y sólo le quitaba tiempo. Pronto supo que el rédito era ése: cuanto más lejos de la casa, menos reñir con su cada vez más iracunda esposa.
Me cuentan que ha ganado las elecciones por un margen estrecho y ya se calzó la banda de intendente y no le queda mal.

Aquellos eran domingos/2


Recién cuando doblamos la esquina alcancé a notar que nadie nos seguía, que todo había sido una fantasía. Un temor se había apoderado de nosotros por la tontería de desafiar a la verdad intentando una segunda lectura. Estaba claro que allí ya no volveríamos, que nadie nos había echado, que probablemente lo peor del caso fuese que dios fue un capitán que abandonó el barco y dejó el resto de la tripulación a la deriva.
Como quiera que fuesen las cosas, el tobillo pedía una tregua y el bar de Tomasito estaba ahí, abierto y sin ningún parroquiano a la vista.
Nos sentamos en una de las mesas que hubiesen entorpecido el andar de los paseanderos pero era domingo, el sol picaba en la cara y no andaba ni un alma.
Aun sin que ninguno de los dos promoviera el silencio a ambos lados de la mesa se notaba la amputación de un pedazo de vida, de la ceremonia de dos forasteros que a esas horas no tenían mucho a donde ir. Entonces la tarea tácita era buscarnos otro plan.
En apenas un puñado de domingos comprendimos que había un reloj ciudadano que daba las doce y cuarto cuando frente a nuestra iglesia pasaba el contador Mendoza en su impecable peugeot verde. Alguna vez lo seguimos hasta el Patio de brasas. Allí ya tenían preparado su pollito al espiedo. Enfrente el sanjuanino le acercaba a la ventanilla el Clarín y el Corriere de la Sera. El primero era un capricho de su mujer, el segundo venía a satisfacer la necesidad de adoptar el estado nobiliario propio de los que manejan dos lenguas. El negro, yo, y los otros pocos que conocían la historia que el contador pretendía ocultar nos retorcíamos de risa con sus alardes. Claro que dentro de todo éramos pocos y él era un socio de la alta sociedad, un convidado de piedra en el supremo tribunal de las cuentas provinciales, otro docto en el arte de embaucar, así que nuestro placer era clandestino.
-Hay biografías que caben en una cartilla de comidas. Si querés podés agregarle la columna de los precios, pero ese no es un dato relevante y ojo que no es tan importante el contenido como la sucesión. Yo renuncié a escribirlas el día en que me supe incapaz de reproducir el vientito ese que hacen las hojas cuando las vas pasando.
El Negro de a ratos es maravillosamente agudo. Su defecto es que dosifica sus balas. Conserva la de plata para cuando sea estrictamente necesario utilizarla en defensa propia.

16.11.04

la construccíón de certezas en Nubes Bajas

Si de algún modo he de morir, será quemado, en medio de un incendio.
Hay certezas que van surgiendo a poco de anudar los cabos sueltos del destino, esos que se ven en las pequeñas manías que desarrolla la persona que son engranajes de una rutina que no se deja ver por el protagonista, convirtiéndose así en un punto ciego que en ocasiones alcanza proporciones patéticas.
El más prolijo de los mortales era Benicio Fioravanti un modesto hacendado con un puñado de ovejas flacas, una vaca mañosa y un gallinero bien constituido. No era demasiado amigable pero -mérito compartido con el cura del pueblo- era el tipo más convidado a comer en Nubes Bajas.
Incluso en la mesa de los Becerra era un comensal animoso que barría con cuanto manjar le pusieran delante. Locro, lasagna, cazuela de mariscos, un churrasquito a la plancha, a nada le hacía asco y no es que fuera feroz en la ingesta sino que inducía a engaño su fascinación por sostener cualquier discusión por tonta que pareciera con tal de extender la sobremesa mucho más allá de lo que indica el buen gusto.
Yo nunca entendí bien cuál era el motivo por el que tanto lo invitaban si es que el no era más que un pobre diablo que decía más de lo que tenía, era más mal llevado que sandía bajo el brazo y nunca convidaba ni siquiera un té con leche. Se me hace que todo mundo gustaba de codearse con Benicio y sus alardes por el único placer de aparentar más de lo que era, lo que tampoco era la gran cosa en apenas un pueblo extraviado del ferrocarril y el consuelo del gobierno del estado.
Mucho menos entendía a mi vieja cuando se mordía la lengua para no putearlo como él se merecía cuando soplaba el plato como quien desea que no quede el mínimo resabio de polvo. En eso sí que Benicio era insufrible.
A mi encono de borrego criado a tontas y a locas en la cultura del deber no le llamó la atención que muriese envenenado. El muy sinvergüenza no fue tan culo de limpiar la lata de sardinas que abrió en la soledad de su casa un día en que nadie requirió su presencia.
Con un antecedente tan certero y próximo entiendo por qué razón mi cuerpo se alarma cuando la brasa del tabaco en el cenicero se confabula con la colilla y se me llena de humo la casa.

el buen día se conoce desde la mañana (dicen los napolitanos)

Si hay algo que ha maltratado la cultura occidental a lo largo los siglos eso son los residuos que el cuerpo va dejando.
No es bueno llorar en público ni mucho menos quitarse la cera de la oreja con el dedo meñique. Es causal de severa punición eructar o sacarse los mocos, en particular cuando se hace ostentación de ello.
Las mentes más abiertas no se han acogido a este régimen de censura tan poco amigable con la naturaleza corporal y sólo hacen blanco del reproche estas inconductas cuando se hacen en presencia de mujeres o de alguien que esté comiendo.
Adrián Morinigo es hoy un pelafustán hecho y derecho que se queda con la cartera de cuanta señora camine por la peatonal Velez Sarsfield y no tenga intención o aptitud de correrlo. A la vieja desprevenida le advierto que de poco sirve llamar la atención del vigilante que hay en cada esquina. El ha sido desinteresado con el previo depósito de un diezmo que hace las veces de impuesto al ejercicio de las actividades lucrativas.
A Adrián no hay nada que echarle en cara. Siempre fue así e incluso solía ser peor cuando éramos adolescentes, la piel de Judas, según su madre, unos atorrantes marca perro, según mi padre.
De puro holgazán, él se levantaba siete minutos antes de que sonara el timbre que nos convocaba a ingresar al aula. Ese tiempo era el que le demandaba colocarse el pantalón y la camisa en plena marcha de la casa a la escuela. De desayuno, ni noticias.
A primera hora era el eructo, lo teníamos cronometrado, pero apenas maduraba la mañana venían esos pedos sordos (flatulencias silentes decía la profesora de Derecho) que nos tomaban huérfanos de toda prevención y por lo tanto sin la posibilidad de esbozar la consabida defensa: la huida. El siguiente paso de su maniobra era mirar fijamente al Gallego que era la flor de la timidez y no tardaba en ruborizarse y todos le caíamos al pobre gil con el argumento clásico: ¿hoy tampoco desayunaste? Eso es puro jugo gástrico y la mar en coche.
Hay que ser pero si no se puede ser hay que parecer, me espeta Adrián, en una pausa de su voceo, como si fuera mucho más decente que su actividad de punga: se hace pasar por vendedor de dólares y mientras pizpea a la próxima presa.
A mí me parece que a esa peatonal hay que cerrarla. Da para todo.

aquellos eran domingos

He sido de esos que iban a misa, si no todos los domingos, aquellos en que la culpa de los católicos se hace potente y empuja a ponerse la ropa de salir y a peinarse con una dedicación que en mi caso siempre resultaba escasa. Claro, en aquellos tiempos no me había precipitado a la ilustración y era un tipo correcto, con todas las implicancias nocivas de la corrección.
Pronto crecí y al hacerme grande me dio por la traición. Entiendo que ese ha sido el modo en que el creador me ha hecho saber que ya no estaba para cosas pequeñitas. Mejor hubiera sido ser alto, de espaldas anchas y ya que estamos esbelto y vigoroso, pero nada de eso pasó conmigo así que debí conformarme con la evidencia de que ser grande es pensar mucho en uno y echarle tierra a la cortesía cuando no espera algo a cambio.
Tenía más de veinte años cuando volví a ir a la iglesia. Iba con un amigo a la misa de las once y media de la mañana. La elección no era caprichosa: a las ocho sólo estaban unas viejitas muy devotas que le daban el toque telúrico a la escenografía. La tarde del domingo es culposa por definición así que el aditamento de la liturgia la convertía en un peligro.
El anzuelo era darle el besito de la paz a chicas en edad de merecer algo más que la misa de once y media. El ambiente no resultaba el más propicio para el liso y llano levante, los silencios eran demasiado pronunciados y las canciones interminables. Así que no fueron tantos los domingos como para convertirme en un católico irredimible.
Pero ahora que recuerdo las canciones caigo en la cuenta de que ya en aquel entonces me perseguían las obsesiones de hoy. Las canciones no se distinguían demasiado entre sí, total para qué, si eran todas para alabar al diosito de los cielos. La falta de creatividad en título y letra las condenó a ser un numerito, el de la página del libro que dormía sobre los asientos cuando no era misa.
Una señora bien que oficiaba de maestro de ceremonias aprovechaba los silencios del cura para decir a voz en cuello, por ejemplo, diecinueve! y la concurrencia arrancaba solita con la solicitada:
Esta es la luz de cristo, yo la haré brillar.
Yo creo que a mi amigo y a mí ya nos tenían catalogados de infiltrados. No sabíamos las oraciones y se notaba, nos sentábamos en el momento que no correspondía y nos reíamos de la pilcha de las viejas pitucas. Pero el último domingo no pasó nada de eso.
La bastonera exclamó: treinta y cuatro!, y desde el fondo del templo se oyó la voz de mi amigo gritando bingo. Bajamos los escalones de cinco en cinco para que no nos agarren los oficiales de seguridad y nos hagan saber qué carajo es la Gehena. Yo trastabillé y tuve que hacer un par de cuadras al galope con un tobillo torcido. Cómo olvidarme.

14.11.04

Los domingos me odio. En realidad odiarme, lo que se dice odiarme, es cosa de todos los días, pero en los domingos ese odio toma el cuerpo de mi figura ociosa. Me siento a escribir y no me sale ni media línea, peor aun, no encuentro ni siquiera algún punto del temario que me interese profundizar, lo que se dice una porquería.
Pero puesto a buscar responsables, porque siempre hay que mandar a la horca a alguien, me doy cuenta de que la culpa es mía, en la medida en que he convertido la escritura en un acto completamente masturbatorio. Qué quiero decir. Quiero decir que me gusta verme escrito y desconocerme y para desconocerme lo mejor es escribir bajo emoción violenta, conmocionado por algún golpe o ante la urgente necesidad de escupir algo que tengo atragantado. Dicho en otros términos, no puedo escribir si no estoy contaminado por cuestiones que contaminan lo escrito o quien sabe si no se escriben solas. El resto es la normalidad. No sirvo para el análisis sereno. No siento que tenga el tiempo suficiente para adentrarme en la reflexión al mejor estilo griego.
Quizá lo que esté haciendo cuando escribo es dar una visita guiada por mis venas y el viaje es aburrido si el tránsito no es torrentoso. Escribir como acto exploratorio del yo. Pensar como revisitar barrios que me sé de memoria. Es preferible una senda al borde del infarto antes que la calma dominguera.
Me reprocho la pérdida de intensidad que padezco cuando estoy tranquilo. Quizá deba dedicarme a escribir crónicas policiales para el diario. Es mala la paga pero todo junto no se puede.

12.11.04

sentirse escritor

Y quizá una pronta mañana quieran amputarle a juan de los palotes la suprema vanidad de amar tan sólo aquello que no se deja amar, mear contra el viento y festejar que sea su propia osamenta la que venga al encuentro de la piel rugosa y descascarada Quizá él sepa decir mucho mejor que yo que hay quietudes que lo son por la mera razón de huirle a la ley de gravedad de regresar donde el vientre, que a estas horas (y casi a cualesquiera otras) es mejor gastarse dando brazadas que volverse puro óxido de tanto decir sí, quiero aunque no quiera, pero decir sí que puede decirse mucho pero, si se me permite el desliz, he de preferir la aguja cierta al cartón pintado que entretiene a mis mayores Tiempo perdido los parlamentos para bautizar lo que aun no ha nacido pero cómo escapar de la tentación de continuar el juego de los infantes, aquel de ponerle nombre a todo aquello que los precede y sin embargo reputan inexistente porque a poco de husmear lo enrolan junto a lo nuevo Mejor estarse al cuidado de los perros que se quedan ladrando cuando la caravana ha pasado hace demasiado rato

11.11.04

Pueden decir lo que les venga en gana, a mí nadie me quita de la cabeza, mi querido Teófilo, que el único que escribe, lo hace sin angustia alguna, sin refugiarse en el hueco que le ha dejado la musa ausente ni quejándose por la pereza de la lapicera, la rugosidad del papel, los avatares de los diarios, los cismas y los sismos, la miseria y la grandeza de los hombres verdaderos y la de los otros, quedándose con el centro de puro obstinado que no puede irse a dormir al arrabal ni aunque quisiera, el elegido para estar sobre tu cabeza, la mía y la de los que vengan, el que habrá de echar luz a las conspiraciones, espiará de buena gana a los amantes remolones, el que dará nuestro alimento y secará las gargantas. Es el sol. Basta leerlo en la piel del no se guarda de la fatiga al mediodía, el que sólo consigue arrullo en una sábana, el que siente que la noche, la lluvia, el invierno, son sólo treguas.
Y dicho esto condujo mi dedo a sus marcas y le creí.

and the winner is...

Trelew está un poco alborotado por promotoras de vestimenta ceñida que irrumpen en la marcha de los transeúntes para ofrecerles unos papeles de colores. No se trata ya de las tradicionales campañas ofensivas para mejorar las ventas de algún comerciante afligido por la inminente bancarrota, aunque puede que yo sea el equivocado y en realidad los políticos que se candidatean para la jefatura del gobierno municipal no sean mucho más que mercaderes en desgracia.
Lo extraño del asunto es que no debiera ser esta una época de comicios. Desde el advenimiento de la democracia, hace apenas un par de décadas, son los años impares los que nos deparan panfletos llenos de promesas que suplican por el concurso de nuestra voluntad desorientada.
Esta vez es un caso no previsto por nadie. O no muchos. O no pocos.


El año pasado el partido que gobernaba la ciudad desde hace doce años sufrió un severo cachetazo en su asquerosa soberbia y fue desalojado el poder por el partido opositor, que tras años en las sombras no sabía mucho lo que hacer, ni tenía una buena figura a quien echar mano y que, perdido por perdido, apeló a un personaje ajeno a la política, digamos un escribano gris, dotado de la honradez que dan las canas y un saco también gris.
Fue el comienzo de la comedia. En una ciudad de cien mil habitantes, que la elección se defina por tres votos (el tuyo, el mío y sólo uno más) puede ser un episodio pintoresco pero al observador atento no se le escapaba que estaba tomando los destinos del pueblo una simpática murga.
Ganar no había resultado demasiado complejo. Después de todo, doce años son capaces de agotarle la paciencia a cualquiera, pero más allá de eso, el plan del gobierno era profundizar un modelo de ciudad para unos pocos (enorme casino, observatorio, salón de conferencias, parque industrial en estado de descomposición, crecimiento desorbitado de la miseria, hospital en ruinas) y con sólo poner al frente un rostro que aparentara honestidad el triunfo estaría al alcance de la mano.


Los ocho meses del escribano en el Palacio Municipal llevaron la marca del circo.
No dejó de caminar una sola tarde por cada uno de los barrios. Se sacó fotos jugando al fútbol (haciendo piruetas tales que parecía un bailarín), vestido de gaucho, pegando ladrillos, bailando danzas típicas, mezclado siempre entre la gente.
Yo me quedé con una imagen cargada de los rasgos tradicionales de la metáfora: saltaba de un andamio y el flash había capturado el preciso momento en que tiraba manotazos al aire sin tener de dónde agarrarse, la boca entreabierta, el gesto desesperado.


Tenía la lengua muy suelta para decir las cosas que usualmente se catalogan como políticamente incorrectas, pero carecía de la gimnasia de decirlas con precisión. Sus ojos enrojecidos lucían siempre como los de aquel que poco duerme por andar mucho en la noche. Los rumores de los corrillos de la burocracia municipal no tardaron en precipitarse a las calles, a los comentarios de peluquería, a la autocensurada prensa.
El ingenio popular llenó de leyendas las paredes. La más simpática decía, parodiando al conocido refrán, al pan, pan y al vino... su nombre.
Según pude corrobar más adelante su afición por el vino Toro era una marca registrada en la familia desde hace décadas.


Beber es un acto privado que figura en la lista de aquellos que considero venerables pero puesto en la cara de un hombre público, perseguido a diestra y siniestra por deberes de un hombre al servicio del estado, lucía como algo completamente desagradable y lo que en un principio resultó simpático (es su estilo, decían desde encumbrados despachos de la provincia) terminó siendo algo preocupante. Según me han contado los mudos pasillos, una mañana el Palacio Municipal fue desalojado por una amenaza de bomba, fallida por supuesto, perpetrada al solo efecto de retirarlo por una puerta lateral, ya que él no podía hacerlo por sus propios medios.
Durante semanas aquellos que fueron a buscarlo a su casa para sumarlo al proyecto no encontraban un modo elegante de quitárselo de encima. Los votos son míos y de acá no me mueve nadie, decía él a quien quisiera escucharlo.
Renunciados sus principales colaboradores, le llegó el momento de pensar una coartada. No hubo mucho para reflexionar. Una de sus hijas estaba cansada de que la humillasen en la escuela por la conducta de su padre. Ese fue el fin.
Corría el mes de agosto y hubo que reencauzar todo. Se imponía un nuevo llamado a elecciones, las de este domingo y de nuevo la cantinela.

10.11.04

lengua, derecho y reveses

I


Me sé el tipo menos autorizado para hablar de extranjería en tanto no he tenido jamás la necesidad de tramitar el pasaporte. Todos mis vuelos han sido cortos y no demasiado lejos de acá, así que de mucho de lo que dicen que pasa me entero por la televisión (cuando tenía) o por la radio.
Y crecer en este lugar, la patagonia, tan poco amigable para quedarse a vivir, que se ofreció y se ofrece como una promesa de ventura a miles de gentes que vienen de otros lados, no me inculcó un sentido de patria como el que pretendían enseñar en las escuelas en mis tiempos de educando.
Al contrario, siendo un paisano de cada pueblo lograr la identidad colectiva siempre ha sido una quimera y no veo ninguna razón para que eso cambie. Tal vez por el carácter recio del clima o por la condición de escapados de alguna parte que tienen sus habitantes, la idea de sociedad y cultura luce más borrosa que la que presentan los sociólogos.
Entonces el tipo que mira fijamente las cosas no puede otra cosa que sentirse extranjero y a falta de una tierra que añorar o de una deuda por saldar se convierte, sin remedio, en un exilado de ninguna parte.

II


Una posición que me gusta adoptar es esa que dice que la patria es el idioma.
Muchas extrañezas cotidianas encuentran una explicación en eso de convivir manejando distintos códigos de comunicación.
Sucede en mi propia casa. Cada día la posibilidad de entendernos trepa a un techo inalcanzable y no queda alternativa más que contentarse con aproximaciones que a nadie satisfacen.
La jerga del oficio de mi padre, la lengua de origen de mi madre, el insondable lenguaje que cabalgan mis hermanas adolescentes y mis lugares comunes de universitario no se han llevado bien nunca o tal vez sí, cuando el árbol no era más que un delgado tallo pero a ese punto no hay modo de regresar.

III


Esta reflexión surgió del disparador que cité hace un par de días: ya no sé ni la lengua que hablo y todo es culpa de mi vocación de abandonar la comodidad de la playa y adentrarme en otras profundidades.
Fatigados hasta el cansancio ciertos tópicos la necesidad de exploración se impone como un deber y en lo que a mí respecta no me resisto a la tentación de meterme a todo terreno que me resulte borrasca.
Tal vez por eso me gusta el derecho. O bien será que opté por ese capricho estéril de cansarse bien para dormir mejor.

IV


No hay derecho ni ciencia jurídica sino otra lengua. Una lengua caprichosa que se vale de las palabras que a cualquiera le resultan familiares pero les da una coloratura diversa para lograr su propósito: incurrir en la grosería permanente pero hacerlo con elegancia y a su vez lucir áspera con la delicada fiereza de cosa rústica en constante ebullición.
Precisamente ese desorden intrínseco de las cosas cuando crecen es lo que me deleita. Quien crea dominarla y se descuide en poco tiempo la pierde.
El hablante no iniciado titubea, trastabilla y a menudo retrocede cuando no logra dar en el blanco fijado. Es que el flechazo es devuelto prontamente y con precisión.

V


Por eso la timidez del que hace sus primeras armas y en vano esconde su rostro para ocultar el rubor. La piel debe hacerse dura en el tropiezo. No hay mesías ni padrinos. No hay soporte técnico ni una ambulancia con tan sólo un golpe de teléfono.
Existe la posibilidad de la sonrisa. Siempre estuvo. Pero eso no obsta a la cruda realidad: estamos solos.

9.11.04

¿Habrá que despedirse? ¿O será cierto que ir dejando adioses, colgando calificativos, prometiendo reencuentros, venganzas, rencores, afectos es clavarse agujas inconducentes?
A mí me gusta despedirme con excesos. Cada tarde dejo mi trabajo diciendo hasta siempre y cada tanto hay algún sorprendido que me pregunta razones. Yo suelo alegar que nunca sé cuándo me voy a morir y que vengo haciendo sobrados méritos en eso de maltratar mi vida así que creo en la conveniencia de la despedida generosa, acorde a tamaño evento. Ahí ya paso a ser un loco de atar que dice cualquier cosa pero en cierto modo soy demasiado conciente de mi andar contingente.
Si mañana yo no fuera a estar y hoy no me hubiera despedido así sentiría que fomento vanamente una esperanza de continuidad en la que no creo.

Esto se lo debo a otro tiempo de mi transitar en los rincones de la virtualidad. Vanina, una muchachita con la que charlé muchas tardes de verano, siempre se despedía de mí diciéndome cuidate que si te morís no me entero. Ese apunte que en aquellas charlas quizá sonaba superficial me marcó grandemente y no puedo desprenderme de él.

Hay otros modos, por ejemplo irse sin dejar colgado un levísimo chau, no dar el tiempo suficiente para que el otro esboce una tentativa, un boceto para echar mano de él cuando llegue la época de evocar.
Será mejor pensar que nos han puesto al cuidado de las distracciones que provoca la nostalgia y que han sido como los ángeles que acuden en nuestro socorro cuando los necesitamos y se marchan antes de que adoptemos la impostura del agradecimiento, acaso legándonos el deber de actuar con igual generosidad cuando alguien precise de nosotros.

8.11.04

la carta sincera y el manuscrito entenado

I


Abandonar la casa paterna lo llena a uno de historias. Sin ir más lejos, a falta de consejos y periódicos regaños, los papeles apilados en franco desorden desafían los cánones de la limpieza. Pero esta cultura de la culpa nos da el empujón y de tanto en tanto pegamos una limpieza superficial que fomenta el asombro de nuestras amistades y el previsible odio por las tareas de las amas de casa.
Lo malo del caso es que yo suelo detenerme en cada papel que estoy a punto de tirar y me ataca un poco de lástima. Tal vez siento que estoy asesinando un poco de mis días cada vez que me pongo en papel de juez y decido quién es digno de seguir conmigo hasta la próxima limpieza y quien ha de marcharse de inmediato junto con las botellas, los restos de yerba y los envoltorios de la comida que compro durante la primera quincena del mes, cuando todavía estoy dulce.

II


Ayer di con una revista en la que un tipo firmaba una nota referida a la degeneración que ha sufrido la carta, el deterioro de una institución tan noble como necesaria. Hablaba, claro, de la polución de las charlas por correo electrónico o por mensajeros instantáneos, del poco cuidado del lenguaje que se ejerce en esas formas de comunicación, de la reprensible impunidad que otorga la virtualidad y la consecuente desmesura que cobija el anonimato.
Quien se ufana de no decir con la boca lo que no puede firmarse con la mano -hablo de mi propio caso- no puede menos que escandalizarse por la generalización hueca. Mucho menos cuando el columnista convocaba el espíritu de Kafka para afirmar sin rubor que nadie puede decirle en la pera a nadie aquello que le dijo por e-mail.
No desconozco que la sinceridad y la delicadeza vayan dejando paso -en muchos casos- a otros valores menos prestigiados. Resulta notorio que la inmediatez de la comunicación le resta puntos al sano cuidado pero la comparación no resiste ni un ligero análisis.
Que una carta tardase meses en llegar imponía la obligación de componer algo digno de relectura, que dijera mucho más de lo propiamente escrito, y que probablemente en un manuscrito, por prolijo que fuese, se filtraban con suma claridad las inflexiones del hablante, los ornamentos, las dudas, su propio yo dubitativo intentando llegar al otro. Entonces la redacción de una carta podía demandar un par de días sin que eso ofusque a nadie, al contrario, mostrando la preocupación de llagar al otro con un golpe calculado, certero, digno. Tanto es así que el sujeto se acomodaba al medio y llevaba la carta que escribía al sitio más apropiado para que nadie lo distraiga. Hoy es al revés: escribimos desde el lugar de la obligación y lo hacemos bajo la amenaza de la tarea posterior a la que nos abocaremos, entonces cada palabra es hija de la premura, de lo inmediato, se parte de la seguridad que el receptor también tendrá poco tiempo para emplear en la lectura y el producto es mera consecuencia de el apremio que tira de las dos puntas de la soga.

III


Si a eso agregamos que ya no llega la evidencia material de la empresa de la escritura del remitente sino que nuestra máquina (que es decir un órgano de nuestro cuerpo, frígido e ingobernable), es la encargada de suministrarnos la secuela, el mensaje que recibimos es casi nada.

IV


Pero profesar la sinceridad es algo que excede la escritura. Podría exagerar y decir que se trata de un modo de profesar la vida pero quizá sea algo bastante menor. Quizá decir siempre la verdad, mostrarse honesto y con un solo rostro sea cosa de perezosos que no hemos querido incurrir en la laboriosa construcción de mentiras que se justifiquen unas a otras como si fuesen un bando de ajedrez en estudiado plan de ataque. Eso no descarta de ningún modo la existencia de mentiras más módicas pero eso ya es cosa de cobardes y ellos me provocan tal odio que no puedo dar cuenta de sus conductas sin caer en la ira.

V


Rara vez me quedo con la copia impresa de lo que ha sido un manuscrito. Me asiste la superstición que en el papel lleno de tachaduras hay un esfuerzo de parturienta digno de conservarse, algo que de ningún modo puede darme la versión limpia, la que se sueña definitiva. Tal vez sea sólo fetichismo. O solamente la venganza que se guarda mi impotencia de saber injusto el revés de la moneda. Los dedos bailan con soltura sobre el teclado ante la página en blanco y esos mismos dedos agarran tensos la lapicera como si de un puñal se tratase y el papel un amigo atónito ante las estocadas. Los párrafos cambian de lugar sin oponer resistencia. No los afecta la humedad y sobreviven a los arrebatos de higiene pero ajenos a mi caligrafía los siento entenados.

VI


Me tienta asimilar esta clasificación a la de los gatos de mi infancia.
Gatos, electrodomésticos, sábanas, hijos, todo estaba bajo la estricta sobreprotección de mi madre. Cuando digo gatos, me refiero a los gatos que ella quería como propios de la casa. Estaban los otros, los de la calle, que escuchaban el ruido de platos y cacerolas y se arrimaban a la ventana a recoger algún bocado, una sobra. Esos sobrevivían a los sobreprotegidos.
Si hoy mismo volviera a casa daría con ellos, con su pelo salvaje de mucho haber sufrido y sabría que son los mismos de hace veinte años, que están entregados a la misión divina de proteger a la casa, aunque la puerta se les cierre en el hocico.

6.11.04

rectius

Hoy recibí una carta de alguien que me preguntaba en qué idioma escribo y me dio un poco de trabajo elaborar una respuesta que fuera un poco más legible que los textos que voy dejando aquí mismo.
Inevitablemente tuve que apelar a mi memoria para hacer un rápido inventario de las fuentes de las que me he alimentado para comprobar, con un dejo de nostalgia que nunca está demás, que cada giro que tengo incorporado es culpa de algún periodo de mi vida que me empeño en no cerrar, como si fuera posible vivir en una casa que tiene abiertas las ventanas sin temor de que el polvillo del afuera haga suyos el piso, los muebles, las paredes hasta que la casa quede hecha, en un momento que todavía no ha llegado, la viva suciedad.
Por otro lado está la búsqueda interminable del propio registro, que a su vez está hecho de las muchas voces que hablan en mi oído. Probablemente sea como decía el viejo Filloy: el que escribe no está bien de la cabeza, tiene dentro de sí un manicomio completo. En tal caso no debiera causar sorpresa que la convivencia entre los internos sea tumultuosa vista desde cerca pero acaso si fuese capaz de tomar un poco de distancia respecto de ese corpus entendería yo, entendería el que lee, que todo forma parte de una armonía que la inmediatez no permite observar.
Me gusta que los caminos se bifurquen pero a menudo caigo en las trampas que voy tendiendo y me da por meterme a inventar palabras o a enredar una gramática que podría ser bien simple y directa pero también sospecho que sin esos enredos la trampa perduraría impávida: todo cambia de sentido, incluso lo sencillo, a poco que el texto baje de temperatura, cuando el mero paso del tiempo hace su trabajo. Pero esto que digo también me resulta sospechoso. Tanto como que siento que me poseen algunos demonios que me hacen decir cosas que no quiero en una lengua que ni yo entiendo.
Disculpen las molestias.
Yo aprendí qué cosa era el Renacimiento una tarde de sol como esta en la casa del sordo Miro. Tantos años había convivido este pobre infeliz con el silencio que se sabía de pe a pa las minucias de la vista que a nosotros, los otros, nos llevará años descubrir. De puro inquisidor que soy lo encaré de frente manteca para que me obsequiase un poco de eso que a él le sobraba. Estoy seguro de que algo de mí lo indujo a la duda, se calzó el auricular para escucharme mejor, acaso para -llanamente- escucharme, lo que me obligó a repetir pelos y señales de mi grito desesperado: qué, cómo, por qué.
Le sobra serenidad. La habrá adquirido, supongo, en la contemplación del resto, de la complacencia con el apuro y el soslayo por aquel detalle trivial en el que descansan teovisiones que caben en una sola palabra.
Me lleva a su baño. Es modesto pero reluciente y me atrevo a pensar que un dejo de sarro en un azulejo no le hubiese sentado del todo mal. Me hace mirar con detenimiento el inodoro y presiona el botón. Ahora imaginate que ahí cae toda la basura que a tu cuerpo no le sirve. Pensá en el sencillo acto de sentarte y dejar que la fuerza de gravedad haga lo suyo con todo eso que a tu cuerpo no le sirve. Este botón desata la maravilla del agua que se lleva todo. Si después de observar este mecanismo todavía pensás lo que pensás es que no tenés cura.

5.11.04

rompiendo mitos urbanos

No había caso: más entretenido que quitarse la pelusa del ombligo resultaba mirarse en el espejo ensayando poses de femme fatal, sintiéndose la reina aunque más no fuera del módico baño. Tal vez no fuera casual que se regodeara en un ámbito tan pequeño pero dicen los que saben que es mejor ser cabeza de ratón que cola de no sé qué. Lo triste del caso es que no se verificara en los hechos aquella máxima del corto de vista que dice que todo cambia según se sea capaz de sostener la mirada el tiempo suficiente para que el objeto en cuestión reduzca su tamaño y se adapte a la forma deseada. Ella deseaba una nariz decente, por decirlo así, algo que fuera conteste con su cultura de esmeril, un garbanzo, que para gorgojos tenía unos mocos muy orondos por toda decoración y sabido es que quien cultiva los esmeriles se queda estrecho en las horas cátedra que mansamente debiera dedicar a aprendizajes urbanos como higienizarse el napio. Lástima que lastima que nadie la ponga al tanto de lo que sucede fuera de su habitáculo y que funde un modo de pensar, o algo más o menos así, en la cara del barbeta que ha quedado muerto en las remeras de tantos que, como ella, no saben limpiarse ni los mocos.

re, faaaaa, síii!

Este opúsculo va dirigido al público polaco que lee este weblog. Uno nunca sabe si son muchos en realidad, pero el álea de la barrita superior de blogger es capaz de inesperados milagros.
El objeto en cuestión es la sílaba “re” en cuanto a su utilización como prefijo. Comúnmente alude a repetición aunque la usanza de los adolescentes de otro tiempo (esos inocentes vanguardistas que hablan el idioma del futuro) sirvió para que dotar de énfasis, en primer lugar a los adjetivos calificativos, y luego a todo cuanto se les puso delante. Era bastante feo escuchar decir “Fulana es relinda”. Peor resultaba “te fuiste al recarajo”. Pero decir “me refui” es directamente horroroso.
Sin embargo, que una palabra cualquiera se inicie por la sílaba “re” no siempre implica que quiera referirse a una repetición ni a una un significado dotado de un suplemento de intensidad. Así como renuncio no es igual a dos o más veces nuncio ni remonto es lo mismo que montar intensamente, la palabra resentimiento tiene bien poco que ver con sentimiento. Esta lengua que habitamos no es tan lineal como para subestimarla de ese modo.
El sentimiento es difícil de poner en palabras. La poesía nace en esa dificultad y en la idoneidad de un puñado de elegidos de reducir a palabras eso que pasa por las venas. Pero por salir del paso digamos que sentimiento es la reacción del todo humano al estímulo del contexto. Se puede sentir tristeza, desazón o furia según se nos haya muerto alguien cercano, nos enteremos de la reelección de W o demos nuestra nariz contra alguna injusticia callejera. Esa reacción no guarda relación con ningún cálculo previo que pueda hacer la persona respecto de la perfecta medida que le cupe a un episodio eventual.
El resentimiento es muy otra cosa. Superado cierto umbral de la vida la frustración se filtra en lo cotidiano y el individuo actúa con una pesadez de movimientos que retroalimenta a ese estado de insatisfacción. Siendo el tiempo unidireccional y nuestra estancia en estas soledades una cosa pasajera, es natural que la frustración asalte a la generalidad de los individuos pero no siempre reviste la aptitud para situarse en el ámbito de las patologías.
Si viniéramos al mundo armados sólo con una bicicleta nadie podría arrancarnos la esperanza de alcanzar la luna mediante un trayecto lleno de ventura, mas la desgracia y las leyes de la física y la biología no permiten tal empresa. Cuando se está más cerca del fin más fuerza cobra la imposibilidad sin que esto justifique ningún asombro.
Al alcance de nuestra mano tenemos el antídoto. Se trata de no de comparar quién puede ir más lejos sino de disfrutar del pedaleo pero nuestra propia naturaleza algunas veces nos traiciona y nos da por medirnos con la vara que a otros les corresponde. El que apenas alcanzó a dejar atrás a las calles de su pueblo siente envidia del que le sacó un par de kilómetros de ventaja en razón de la ventaja misma y eso no resulta óbice para que también se fastidie por la conducta del que decidió cargar su bicicleta al hombro y volver al origen. Perdió de vista su propia acción, juzgó los andares ajenos y multiplicó su desconsuelo de un modo tal que le espera la suerte del caballo pialado: no avanzar, caerse, justificarse, maldecir.
Dicho de otro modo: nadie es dueño de administrar sus sentimientos. Ni siquiera de entenderlos acabadamente pero sí puede elegir no ser un resentido. Nadie puede refugiarse en la jactancia de que nada le ha pasado como para despertar el sentimiento. El que lo haga muy probablemente haya maleducado su vista y saque conclusiones como las hormigas que sólo pueden ver las cosas pequeñas y sin embargo son enteramente ciegas a lo que es grande. La capacidad de lidiar con la palabra es la que pone la precisa frontera que no se puede franquear. En cambio el resentimiento es una enfermedad letal que aparece en el exacto momento en que uno hace de la virtud ajena su propio error.

3.11.04

una mirada sobre la mirada

Apenas el cristiano nace se voltea hacia los pequeños rudimentos que lo pondrán a salvo de los tormentos que lo amenacen y en ese crucial giro que tiene lugar apenas quita su cabeza del limbo cuenta, en la gran mayoría de los casos, con el fundamental socorro de sus ojos.
En un principio la amenaza se circunscribe a un pequeño distrito que no excede de un palmo, pero demasiado pronto va extendiendo sus dominios y se entrega con algún desconcierto a los colores, violentos los unos, tersos los demás, imperceptibles unos pocos, acaso el domicilio de peligros inauditos, inexorables y, al fin, fatales si el gabinete no estuviese bien provisto de otros herramentales menos rudos pero de mayor detalle.
A nadie escapa que todo instrumento que se precie de bondad guarda dentro del velo epitelial una mayor o menor vocación por el daño. La medida en que esa potencia deja paso a la concreción suele ser un factor exógeno al análisis y esa condición nos releva en esta ocasión de mayores indagaciones.
La menesterosa biblioteca en la materia atestigua que todos los ojos desean herir pero por fortuna son bien pocos los que poseen esa idoneidad. Peor aun: es tan vasta la ignorancia que no hay autor que nos haya esclarecido sobre el origen y la evolución (si es que la hubiera) de la alianza entre la óptica y el factor hiriente. En el terreno de la ignorancia han germinado las previsibles teorías antagónicas sin mayor elucidación teórica: ¿ojo punzante se nace o se hace?. Nadie puede afirmar ni lo uno ni lo otro si no es sobre las arenas de la suposición infundada.
De estos asuntos charlaba yo con una piba que conocí en el colectivo esta mañana.
Uno que no tiene mucho de lo que hablar siempre se ve tentado a mirar algo como quien busca gambetear los inacabados jarillales que escoltan el ir y venir de la ruta nacional 25, uno que tiene especial predilección por las tetas cuando son jóvenes y la suficiente imaginación para adentrarse en camisa, suéter y campera -si es que hiciera falta- con un golpe de mirada errático como el vuelo de un mosquito y, ora descubierto, difuminar la perspectiva de modo que el insecto parezca posado en un inocente botón, en una carpeta o en la columna Necrológicas del diario Jornada, haciendo las veces de la nada, como perro que tiró la olla. Y del otro lado ella con la piel interpelada por el volido caprichoso de un estilete que se fija en el vericueto extraño, toma las medidas, saca conclusiones, y de un golpe le urge anoticiarse del acontecer: qué datos, qué destino.
Hola ¿A mí? Si, a vos, te felicito por el ingenio puesto al servicio de...
Mirar puede herir, ya lo sabíamos, pero reconciliar a la mirada con el cuerpo del delito... Eso ya es otro cantar.

1.11.04

Una madrugada como esta, hace apenas un interminable mes, apagó la tenue llama que alumbró un camino que yo ni siquiera sospechaba que existiera.


For Gwyn & Gwyn y Dorita, all my love.